domingo, 19 de febrero de 2017

ESCATOLOGIA SAGRADA ESCRITURA.

ESCATOLOGIA SAGRADA ESCRITURA.





ESCATOLOGIA SAGRADA
ESCRITURA.



A. Antiguo Testamento: 1. Idea general. 2. Desarrollo histórico. 3.
Motivos. B. Nuevo Testamento: 1. Idea. 2. Mensaje escatológico de Jesús.
3. La escatología en el cristianismo primitivo.

     

      La e. bíblica comprende el conjunto de esperanzas que inspiran toda
la historia del A. T. y el mensaje del N. T. Estas esperanzas tienen por
objeto, bien la suerte final de cada individuo, bien el porvenir del
Pueblo elegido, bien el futuro de la humanidad y del universo.
Consecuentemente se puede hablar de una e. individual (V. MUERTE; JUICIO;
INFIERNO; CIELO; PURGATORIO; LIMBO; SENO DE ABRAHAM; PURIFICACIÓN;
RETRIBUCIÓN), de una e. nacional (V. ISRAEL; PUEBLO DE DIOS; ALIANZA) y de
una e. universal (V. MUNDO III, 2; CREACIÓN I, III; REINO DE DIOS;
PARUSÍA; RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS). Un tratado general sobre e. bíblica
comprende la exposición de todos estos temas. Este artículo se ciñe a la
descripción del marco, del proceso histórico y del contenido fundamental
de la esperanza escatológica en la S. E.

     

      A. Antiguo Testamento.

     

      l. Idea general. La e. del A. T. es una realidad de amplia
comprensión, que abarca las expresiones, ideas y acontecimientos abiertos
hacia el futuro. Su carácter cronológico es indudable. Frecuentemente
aparecen expresiones como «al final de los días» (Gen 49,1; Is 2,2) y «en
aquel día» (Os 2,20; Ioel 4,18). No obstante, la determinación del dato
cronológico es secundaria, siendo más importante la idea de una realidad
que está en el tiempo, pero que no se identifica con él. La e. es una
tendencia y una tensión hacia una transformación nueva y distinta de los
hombres y de las cosas. EL tiempo no es solamente un cauce o una meta,
sino una realidad que, ella misma está siendo traspasada y transformada
por la esperanza escatológica. No se trata de abolir el tiempo profano
como realidad vieja y mala, para instaurar un tiempo sagrado como medida
nueva y distinta, según concibieron muchas religiones primitivas. Se trata
más bien de transignificarlo, de forma que, sin dejar de ser tiempo, queda
transido y transformado en una perspectiva nueva (V. TIEMPO IV).

     

      La e. del A. T. se refiere tanto a la suerte de cada individuo,
cuanto a la suerte de Israel, de los pueblos y de la humanidad. Más aún,
cabe señalar una diferencia de acento que está ligada al progreso en la
desvelación de los planos divinos: en los textos más antiguos, la e. es
considerada desde la perspectiva colectiva, o al menos universal, y, en su
interior, se aborda el tema de la suerte del individuo; en épocas
posteriores, sobre todo en los libros Sapienciales (v.), el aspecto
individual pasa a primer plano.

     

      La peculiaridad de la e. del A. T. radica en estar intimamente
vinculada a la historia, que se siente determinada en su curso, depurada
en sus metas y conducida hacia su pleno cumplimiento. La historia bíblica
es como un signo de la acción más íntima y comunicativa de Dios. Esta
mentalidad contrasta con la de las grandes religiones primitivas, que
conciben el tiempo histórico como una cárcel maldita de la que el hombre
ansía escapar. El ciclo histórico es para estas religiones como un círculo
fatídico, en donde las cosas y los acontecimientos se repiten' fatalmente
y en el que el hombre y el mundo se degradan lentamente hacia la muerte.
Según esta concepción, la historia en tanto puede ser escenario de la
acción divina, en cuanto deje de ser historia. Según el pensamiento
bíblico, en cambio, Dios se manifiesta en la historia y por la historia,
dándole su verdadero sentido y significación (VA. HISTORIA VI).

     

      En las últimas décadas se ha discutido, sin llegar a conclusiones
ciertas, sobre el origen de la e. en el A. T. Algunos autores han querido
buscar analogías con las creencias, ritos o cultos de los pueblos
contemporáneos a él. Ciertamente pueden haber habido, por lo que se
refiere a la terminología o formas de expresión, algunas influencias; pero
la esperanza israelita no viene de ahí, sino de las relaciones históricas
que Yahwéh estableció con el pueblo de su elección (v.). La fe en Dios y
el conocimiento de su intervención en la historia marcan la e. de Israel.
Existe una doble relación: por una parte, la fe es fe en Dios que actúa en
la historia, y tiene así una prolongación dinámica; de otra, la fe
interpreta la historia poniendo de manifiesto la dimensión trascendente.

     

      La esperanza escatológica del A. T., a diferencia de las esperanzas
de otras religiones, no está determinada ni por el retorno de los periodos
cósmicos ni por los procesos cíclicos de la Naturaleza, sino que está
impulsada por la interpretación revelada de los hechos históricos, en los
que Dios se fue manifestando.

     

      2. Desarrollo histórico. a) La experiencia religiosa de Israel está
abierta desde los orígenes hacia un futuro lleno de esperanza. Su punto de
partida es la bendición (v.) y el mandato de Dios en el momento de la
creación del hombre: «Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra y
dominadla» (Gen 1,28). La fecundidad generativa y el dominio sobre la
tierra son el doble objeto fundamental de la esperanza de Israel. El
primer pecado (v.) perturbó las relaciones amistosas de la humanidad con
Dios y pudo haber cerrado las puertas hacia todo porvenir de felicidad
(Gen 3,1-7). Pero una promesa misteriosa de Dios restauró radicalmente
esta amistad, iniciando así una nueva y larga etapa histórica (Gen
3,14-15; V. ALIANZA-RELIGIÓN). En adelante la historia de Israel está
determinada por su fidelidad o infidelidad hacia esa promesa y su
cumplimiento, y ello constituye la estructura fundamental de su fe (V.
ELECCIÓN DIVINA). El cumplimiento de la promesa no va a tener lugar
inmediatamente ni de forma repentina, sino que el pueblo debe ir como
entreviendo su realización a través de su propia historia y de lo que Dios
opera en ella (v. PUEBLO DE DIOS). Las sucesivas etapas históricas son
como peldaños por los que Israel irá ascendiendo hacia la intimidad con
Dios y sus planes salvadores, al mismo tiempo que despertarán e impulsarán
su fe, siempre en actitud tensa y dinámica hacia una meta final.

     

      b) Es con Abraham (v.), con quien la esperanza escatológica inicia
su proceso en tiempos históricamente datables, ya que la etapa anterior
excede a todas nuestras posibilidades de cronología. Dios repite a Abraham
la bendición y la promesa de los orígenes (Gen 12,1s.). Su estructura es
la misma: posteridad numerosa y posesión de una tierra. Tal vez el
Patriarca no comprendió desde el primer momento el alcance de la promesa
en la mente de Dios ni las exigencias de su fe frente a ella. El proceso
religioso de su vida fue lento y laborioso. Al menos el texto da indicios
de que, al principio, interpretó la fecundidad prometida en una dimensión
puramente biológica y soñó en una paternidad materialmente numerosa. La
esterilidad de su esposa Sara, incompatible con la promesa de Dios, y la
exclusión de su hijo Ismael (v.), tenido de la esclava Agar, despertaron
en él una conciencia nueva, que le hizo vislumbrar caminos hacia un
horizonte nuevo. Su esperanza y su conocimiento de Dios eran ya adultos,
cuando Yahwéh le mandó sacrificar a su hijo Isaac (v.) para ofrecerlo en
holocausto (Gen 22,1 ss.). Inmediatamente y sin reservas obedeció el
mandato divino, estando dispuesto a renunciar al fruto de sus entrañas por
lograr el de una paternidad espiritual sin fronteras. Su esperanza
biológica es ya claramente una esperanza escatológica.

     

      Abraham experimentó también una profunda evolución en la comprensión
del segundo elemento de la promesa, la posesión y el dominio de la tierra.
El país prometido por Dios era indefinido y sin fronteras, es decir, no
era rigurosamente un lugar geográfico. No obstante, el Patriarca va hacia
la región de Canaán (v.), materializando así el contenido de la promesa.
La presencia hostil de algunos pueblos y tribus, como los cananeos y
amorreos (v.), en aquella región y la poca generosidad de la tierra,
frecuentemente necesitada de lluvias, hicieron que Abraham reflexionara
sobre el sentido más profundo de la tierra prometida. Su magnanimidad con
ocasión de las disputas entre sus pastores y los pastores de Lot (v.) es
índice inequívoco de una fe desprendida y generosa (Gen 13,8-9). De esta
manera su esperanza, que en un principio se centró tal vez en una
conquista geográfica, se abrió hondamente a una esperanza escatológica.

     

      c) La tensión entre lo biológico-carnal y lo espiritual, entre lo
geográfico y lo trascendente, que el cumplimiento de la promesa tuvo en la
vida de Abraham, es una de las constantes históricas de la e. del A. T.
Jacob (v.) y sus hijos descendieron a Egipto para proveerse de grano, pues
había hambre en el país cananeo (Gen 42,1 ss.; v. EGIPTO VIII). La
urgencia del hambre motivó su viaje; pero en realidad ellos y sus
descendientes sintieron en sus movimientos históricos, muchas veces
inconscientemente, el designio ineludible de una promesa que tenían que
llevar a su término. La permanencia de Israel en Egipto pareció significar
el cumplimiento definitivo de la Promesa: «Los hijos de Israel fueron
fecundos y se multiplicaron; llegaron a ser muy numerosos y fuertes y
llenaron el país» (Ex 1,7). En un país extranjero y dentro de una potencia
poderosa, Israel creció y se multiplicó hasta constituir un peligro para
la seguridad política de Egipto (Ex 1,12). El faraón emprendió entonces
una táctica de opresión, sometiendo a los israelitas a los más duros
trabajos y a todas las formas de servidumbre. La dura esclavitud hizo
gemir a los hijos de Israel y elevar su clamor de arrepentimiento hacia el
Dios de la Promesa. La prueba del sufrimiento les hizo comprender su
infidelidad y su orgullo e iniciaron una etapa de purificación en la
comprensión de su esperanza. Dios escuchó el clamor del Pueblo y se
dispuso a liberarlo de la opresión egipcia, eligiendo para ello a Moisés
(v.), que les iba a conducir «a una tierra buena y espaciosa, a una tierra
que mana leche y miel» (Ex 3,8).

     

      d) La referencia a estos productos, que simbolizaban fertilidad y
abundancia, significa que el objeto de la esperanza de Israel seguía
siendo de orden material. Esta expresión de la «tierra que mana leche y
miel» se repite a lo largo de todo el Pentateuco (Ex 3,17; 13,5; Lev
20,24; Num 13,27; 14,8; Dt 6,3; 11,9), señalando la carga terrenal que en
todo momento tuvo la promesa en el ánimo del pueblo. Viejos cantos y
textos primitivos proclaman la hegemonía de Judá (v.) sobre los demás
pueblos y tribus. Los oráculos de Balaam (v.) ensalzan el poderío de
Israel, que devora como presa a las demás naciones, y cantan el esplendor
de sus tiendas, de sus pueblos y de sus valles (Num 23 y 24). Los poetas,
que reflejan el sentir religioso del Pueblo, sueñan con el porvenir como
con una era paradisiaca (Dt 33,13-17).

     

      ¿Hacia qué momento histórico se orienta esa esperanza? Una lectura
de los textos pone de manifiesto que en ellos se entrecruzan dos
dimensiones: de una parte, unos acontecimientos intrahistóricos (el futuro
esplendoroso de Israel en la época de la monarquía y otros hechos o
situaciones análogas); de otra, lo que ocurrirá «al final de los días», el
de los tiempos cuando todo llegue a la consumación a que Dios lo destina.
No se puede olvidar que, en el designio divino, los primeros
acontecimientos son como signos que preparan los otros. Y, de otra parte,
que la lengua hebrea no tiene más que una sola palabra para expresar las
ideas de «más tarde» y «al final», y los semitas no se preocupan
generalmente de perfilar o determinar los diversos niveles cronológicos.
Esto hace que los autores sagrados unan a veces el futuro histórico y el
fin de los tiempos propiamente tal. No obstante, resulta claro el alcance
escatológico de los textos, al menos por razón del contexto, ya que la
felicidad paradisiaca que anuncian contrasta con las circunstancias
históricas menos felices en que de hecho estaban viviendo los autores.

     

      Durante siglos la esperanza de Israel, fundada en la alianza (v.)
sinaítica, soñó con todas las formas de la prosperidad (Ex 23,27-33; Ley
26,3-13; Dt 28). No obstante, se ha de tener sumo cuidado en el momento de
enjuiciar esta inclinación hacia los bienes de este mundo. No se trata de
un craso materialismo que quiera divinizar los productos y la prosperidad
de la tierra. La tentación de aspirar a lo temporal y lo terreno,
prefiriéndolo a Dios, no tuvo en los israelitas la dimensión arreligiosa
que frecuentemente tiene en el hombre de hoy, ya que para ellos el
universo entero es una obra simple y única, cuyo fundamento descansa en
Dios y cuya cumbre toca siempre a Dios. Así los bienes terrestres son para
Israel bendiciones y dones de Dios (Gen 13,15; 24,7; 28,13; 39,5; 49,25)
por haber permanecido fiel a la promesa. La razón de la prosperidad
material es porque «Dios está en medio de ellos» (Num 23,21). Esta
creencia fundamental es la vía por la que Israel irá purificando su
actitud ante la promesa y llegará a conocer una «esperanza mejor» (Heb
7-19).

     

      e) El esplendor del reinado de David (v.) alimentó nuevamente en la
conciencia del Pueblo la perspectiva terrenal del cumplimiento de la
promesa. Con la conciliación de las tribus del norte y del sur (v. ISRAEL,
TRIBUS DE) quedó constituida la única Nación israelita y fue creado un
estado territorial palestinense bien delimitado (v. PALESTINA I). Fue
conquistada la fortaleza de Jerusalén, retenida aún por los jebuseos, y
constituida como la capital del Reino unido e independiente. La persona y
la época de David fueron idealizadas por la posteridad de tal forma, que
el Rey mesiánico, el Salvador y Restaurador definitivo de Israel (v.
MESÍAS), será anunciado como descendiente de David e incluso como un David
redivivo (2 Sam 7,12-15; Ier 30,9; Ez 34,23-31; Os 3,5). David era el
modelo y el módulo que el pueblo aplicaba a todos los reyes siguientes.
Pero la decepción de éste fue grande al ver que el reino se dividía
nuevamente en dos, que los reyes no correspondían al ideal davídico, que
fracasaban en sus empresas militares y políticas, que hipotecaban la
libertad nacional por medio de alianzas con potencias extranjeras y que
eran infieles a Yahwéh en su vida moral y religiosa. Este fracaso nacional
despertó en el ánimo del pueblo una actitud de angustia e inseguridad (v.
ISRAEL. REINO DE; JUDÁ, REINO DE).

     

      f) Los profetas del s. VIII al VI son el instrumento divino para
llevar a Israel hacia una purificación y para manifestar más claramente
los perfiles de la e. prometida. Y así se abren nuevas perspectivas a la
esperanza defraudada del pueblo (v. PROFECÍA Y PROFETAS I). Amós (v.), el
pastor de conciencia transparente, sufrió hondamente por la infidelidad de
Israel a la promesa y a la Alianza, por su decadencia moral y por la falsa
expectación en una hegemonía terrenal. Les anunció que, precisamente por
ser los elegidos de Yahwéh, serían duramente castigados, que los enemigos
invadirían su tierra y que sus palacios, nido de desórdenes y de
violencias, serían saqueados y desolados (Am 3). Ante sus derrotas y
fracasos nacionales Israel había soñado muchas veces en el «día de Yahwéh»,
como el momento feliz en que Dios emprendería una acción extraordinaria
para vengar al pueblo contra las potencias extranjeras (v. DÍA DEL SEÑOR).
Pero Amós anunció algo sorprendente ante un pueblo atónito que se resistía
a aceptar su oráculo: el «día de Yahwéh» no iba a ser un día de victoria y
de felicidad, sino un día de tinieblas y de castigo (Am 5,18 ss.). Este
anuncio convulsionó la esperanza de Israel, ya que el castigo de Yahwéh
contra las naciones era un dato primitivo en la conciencia popular, pero
el castigo contra el propio Pueblo elegido era algo insólito que
escuchaban por primera vez. De esta manera Amós abrió una brecha en la
interpretación demasiado nacionalista de la elección de Israel.

     

      Oseas (v.) e Isaías anuncian igualmente el «día de Yahwéh» como el
día de la ruina y la devastación. Isaías (v.), el profeta de visiones
universales, predice el castigo de Israel y de todos aquellos pueblos que
se han dejado arrastrar por el orgullo y la impiedad (Is 2,9-21). Sus
palabras, sin embargo, ponen ya el acento en la esperanza de una salvación
nueva que tendrá lugar después de un juicio contra Israel y los pueblos
gentiles (v.), celebrado según unas normas morales. De esta manera Isaías
es el primero en hablar de la salvación en una perspectiva y luz
escatológicas. A semejante nivel se desarrolla también más tarde la
predicación de Miqueas, Sofonías y Jeremías, quienes recogen claramente el
tema de un juicio general (Soph 1,2 ss.; 3,8; ler 25,30-38).

     

      El pueblo no acabó de dar crédito a la palabra de los profetas. En
vano intentó Jeremías (v.) convencerle, no sólo por medio de los oráculos,
sino también por medio de gestos simbólicos. Fue necesaria la destrucción
de los dos Reinos y posteriormente la cautividad de Babilonia para que
fuera reconocida la verdad de las predicciones proféticas.

     

      g) No obstante, la ruina nacional nunca fue anunciada como
definitiva por los profetas. Amós, en medio de descripciones sombrías,
anima la esperanza del pueblo proclamando la piedad de Yahwéh sobre el
«resto de José» (Am 5,15). Isaías anuncia la salvación de un «resto» que
sobrevivirá y será llamado santo (Is 4,3; 6,13; 11,11; 37,31 SS.) (v.
ISRAEL, RESTO DE). Jeremías testifica su fe en la restauración después del
castigo (Ier 31,23 ss.). En los momentos de la ruina el pueblo ve cerradas
las puertas a toda esperanza, diciendo: «Se ha desvanecido nuestra
esperanza, todo se ha terminado para nosotros» (Ez 37,11). Pero Dios hace
resonar entonces en sus oídos palabras de ternura y de consuelo: «Os haré
salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de
Israel» (Ez 37,12).

     

      El porvenir de Israel, en medio de la desolación, sigue siendo un
«porvenir lleno de esperanza» (Ier 29,11; 37,17). Isaías consuela a las
tribus de Galilea (v.) conquistadas por los asirios, anunciándoles que una
luz esplendorosa disipará sus tinieblas (Is 8,23-9,4). Aparece la figura
de un príncipe justo, vástago ideal del trono de David, que restaurará el
Antiguo Imperio y restablecerá la era de una paz eterna (Is 7,14 ss.; 9,5
ss.). En medio de un campo de huesos resecos, según la visión de Ezequiel
(v.), Dios es capaz de implantar una vida nueva, de la que participarán
los hijos de Israel congregados de nuevo en su patria (Ez 36 y 37). Pero
Ezequiel anuncia un modo de vida distinto, una existencia nueva, sin
implicaciones políticas. En consecuencia, la idea de realeza está ausente
en este profeta, ya que el reino futuro tendrá un carácter
fundamentalmente hierocrático, con el Templo como centro, y será presidido
por un descendiente de David, que no lleva el título de príncipe (Ez
34,23-31; 45,7-12). Las nuevas relaciones entre Yahwéh y su pueblo serán
inspiradas por una Alianza nueva, que transformará el interior de los
hombres con un corazón y espíritu nuevos (Ier 31,31-34; Ez 36,24-28). De
esta forma la esperanza de Israel cobra un sentido más profundo y
espiritual.

     

      Pero es, sobre todo, en la segunda parte de Isaías donde con más
profundidad y relieve se describe la esperanza de la futura restauración,
que comenzará con el retorno de Babilonia. No se trata de un simple hecho
histórico, sino que es la segunda creación, como resonancia cumplida de
Gen 1 (16 veces se repite el verbo bara', crear, en Is 41,20; 43,7;- 45,8;
etc., con el fin de expresar la nueva actividad creadora de Dios). Se
trata de un nuevo yodo, como realización plena de aquella primera
liberación (Is 43,16-21; 49,9-13). Yahwéh no sólo da a beber en el
desierto a su pueblo, sino que fertiliza la aridez misma del desierto
(v.), que queda convertido como en un nuevo paraíso, en donde serán
consolados todos los cautivos (Is 41,11-20; 51,11-13). También los pueblos
gentiles participarán de los bienes de la restauración, llegarán al
conocimiento de Yahwéh y doblarán sus rodillas en actitud de adoración (Is
45,14-16.23 ss.; 56,8).

     

      La restauración es el fruto de la piedad y bondad de Dios y también
de la expiación dolorosa del «resto» del pueblo escogido, personificado
por Isaías en la figura misteriosa del Siervo de Yahwéh (v.). Esta idea de
la restauración por expiación no tendrá cabal cumplimiento hasta el
momento de la muerte expiatoria de aquel «resto» que asumirá la justicia,
la santidad y los sufrimientos del Pueblo elegido, Jesús de Nazaret.

     

      h) No obstante el acento netamente trascendente de la e. en muchos
textos proféticos, nunca faltan resonancias que parecen situar en la
tierra la felicidad esperada para el porvenir. Tal vez es preciso enmarcar
aquí la descripción apocalíptica de la esperanza escatológica, coloreada
frecuentemente con detalles y rasgos poéticos. La restauración es
significada por una fecundidad insólita cae la tierra (Is 35; Os 2,23;
loel 4,18; Am 9,13); cesarán las guerras (Is 2,4; Os 2,20; Mich 4,3; 5,9
ss.) y el esplendor de la paz se extenderá hasta las fieras del campo (Is
11,6 ss.; 35,9; Ez 34,25). Israel vivirá en permanente amistad con Yahwéh,
y hasta el cosmos testificará su conocimiento de Dios (Os 2,21 ss.; Is
11,9; Hab 2,14).

     

      La comprensión cada vez más auténtica del mensaje profético en unos,
y en otros la demora de aquel paraíso terrenal con el que seguían soñando,
hizo que la esperanza escatológica desbordara los límites de este mundo.
Así, por primera vez, aparece la expresión, típicamente escatológica, de
«los cielos nuevos y la tierra nueva» (Is 65,17; 66,22). El Reino de la
salvación final no será como los reinos terrenos que acaban
desmoronándose, sino que descenderá del cielo y durará eternamente (Dan
7). Cuando Daniel habla de «el fin», «el tiempo del fin» o de la
resurrección de los que duermen (12,2), distingue entre el momento de los
reinos presentes y el momento del Reino celeste. De esta forma se acentúa
la distinción entre «este eón» y el «eón futuro», sin separarlos, pero
corrigiendo la tentación de identificarlos. A su vez la literatura
sapiencia) multiplica las referencias netas y firmes a la vida eterna. A
la destrucción corporal seguirán la paz, el reposo y la salvación, ya que
los justos vivirán eternamente y en el Señor alcanzarán su recompensa (Sap
3,3-4; 4,7; 5,2.15).

     

      3. Motivos. Es difícil, y no es necesario aquí (v. REMISIONES
FINALES), sistematizar las ideas, que la anterior evolución histórica
comprende sobre la e. del A. T. Nos limitamos a señalar esquemáticamente
los motivos más importantes que han contribuido a estructurar la enseñanza
escatológica de Israel.

     

      a) La fe en la presencia de un Dios bueno, justo y poderoso está en
la base de todas las esperanzas israelitas. La e. veterotestamentaria
ofrece un carácter único: ni los motivos de orden cosmológico ni los de
orden moral (retribución de los justos y castigo de los:. malos) son el
punto de partida de la esperanza de Israbl; sino la certeza de que Yahwéh,
Dios oculto pero más poderoso que todos los demás dioses, instaurará su
Reino único y definitivo sobre el universo entero.

     

      b) La presencia de Dios debe manifestarse y su Reino debe
instaurarse a través de la historia y dentro de la historia del Pueblo,
pero yendo más allá. El error de Israel estuvo en confundir sus ambiciones
históricas, militares, políticas y materiales, con el Reino de Dios (v.).

     

      c) El «día de Yahwéh», como día de prueba y de castigo, contribuyó a
purificar su esperanza escatológica. Yahwéh es un Dios justo y celoso,
según los profetas, y no puede dejar de sancionar la infidelidad y la
impiedad de Israel y de los demás pueblos. Pero este juicio de castigo no
es la fase definitiva del «día de Yahwéh», ni la meta última de la
historia. Cuando cesen el pecado y la infidelidad, resplandecerá el «día
de Yahwéh», como el día de la esperanza y del triunfo.

     

      d) La e. del A. T. tiene un nivel netamente espiritual, pero no
único, sino que comprende manifestaciones históricas sensibles en la vida
de los hombres y hasta en la ordenación del universo.

     

      B. Nuevo Testamento.

     

      1. Idea. La e. judía del tiempo de Jesús reflejaba las diversas
formas de la e. de Israel. Por una parte, al menos según muchos, tenía un
carácter material, centrado en la expectación del Mesías (v.) como un Rey
victorioso y justo, que había de liberar a Israel de la esclavitud
extranjera, derrotando a todos sus enemigos y sometiéndolos a su imperio.
Esta concepción política predominaba en la masa del pueblo, que era
conducido a repetidas insurrecciones contra la dominación de los romanos.
Otros soñaban con una era paradisiaca, en la que una tierra
extraordinariamente generosa brindaría toda clase de frutos sin esfuerzo
alguno por parte del hombre. Frente a estas concepciones materiales
existía una esperanza de orden espiritual, centrada en la expectación del
Mesías como sacerdote del linaje de Aarón, que conocería y proclamaría la
Ley con la máxima autoridad, y celebraría en el Templo el culto más
depurado y los sacrificios más agradables a Dios. La doble expectación
mesiánica de un Mesías-Rey y un Mesías-Sacerdote refleja el doble carácter
de la esperanza escatológica dentro del judaísmo. La e. judía nunca supo
integrar la dimensión históricotemporal y el nivel eterno-espiritual del
Reino de Dios.

     

      El N. T. recoge del judaísmo el mensaje de la esperanza en una
plenitud salvadora en el fin de los días; pero se aparta claramente de
aquél en su actitud fundamental. La diferencia más profunda radica en que
el judaísmo pone su esperanza escatológica en un futuro que no ha llegado
todavía, mientras que para el cristianismo (v.) primitivo, con Jesús, ha
llegado ya el tiempo del cumplimiento y el fin de los días ha comenzado
ya. Ha comenzado, pero no se ha clausurado. Es posible que algunos
círculos del primitivo cristianismo pudieron materializar cronológicamente
el carácter escatológico de la venida de Jesús, creyendo vivir ya en el
tiempo último (v. JUDEO-CRISTIANOS). Pero la enseñanza fundamental del
Evangelio era que el establecimiento del Reino de Dios (v.) por todo el
mundo, la extinción del pecado, la predicación universal del Evangelio, la
nueva creación y el juicio final eran realidades que estaban por venir. El
N. T. distingue entre una e. presente y otra futura, pero sin establecer
una ruptura entre ambas, ya que el acontecimiento salvífico es uno. El hoy
es presagio y preámbulo del mañana; el futuro será la manifestación y la
plena realización de una realidad actual. Esto no significa que las
intervenciones futuras y la acción última de Dios no aportarán nada nuevo
a la salvación actual. En realidad, la resurrección de los muertos (v.),
el juicio universal (v.), la separación pública de los buenos y de los
malos, el reinado cósmico de Dios, son acontecimientos nuevos que
manifestarán la acción definitiva de Dios. No obstante, todas estas cosas
han sido ya radicalmente determinadas por la obra de Cristo que, ensalzado
en los cielos desde el momento de su Resurrección (v.), nos hace ya
partícipes de su gloria y está viniendo sin cesar a nosotros hasta el día
de su triunfal manifestación en la Parusía (v.).

     

      La enseñanza clara del N. T. es la perfecta integración entre el
presente y el futuro de la esperanza escatológica. Esta unidad es
importante desde el punto de vista teológico, porque sólo así se puede
evitar el peligro de considerar los acontecimientos finales al margen de
una fe actual y consciente, despojados de su acuciarte inserción en la
vida cristiana. La existencia cristiana debe estar informada por los
esjata, pues hemos sido salvados, pero salvados en esperanza (Rom 8,24).

     

      2. Mensaje escatológico de Jesús. En el N. T., en concreto en los
Sinópticos, se afirma claramente que con Jesucristo (v.) ha llegado ya el
fin de los tiempos. Jesús mismo se refirió frecuentemente, en palabras y
en obras, al cumplimiento del mensaje profético en su persona. El profeta
más repetido y explícitamente citado es Isaías. En la sinagoga de Nazaret
y en la respuesta a los mensajeros del Bautista Jesús se atribuye las
señales anunciadas para el fin de los tiempos (Lc 4,17-21; 7,22). Como
elementos característicos del mensaje escatológico de Jesús se pueden
señalar los siguientes:a) El tema central de su predicación es el Reino de
Dios (v.). Como el Bautista (Mt 3,2), proclama desde el principio la
llegada inminente del Reino (Mt 4,17). Algunos textos parecen afirmar su
inmediata culminación cronológica; pero en realidad son expresiones
proféticas que simplemente pretenden urgir la exhortación a la conversión
(Mt 10,23; 16,28; 24,34). Con ello no se intenta determinar una fecha, que
por otra parte Jesús excluye expresamente (Mc 13,32).

     

      b) Antes de la culminación escatológica en la que los elegidos
vivirán cerca del Padre en la alegría del festín celestial (MI: 8,11 ss.;
13,43; 26,29), el Reino aparece con comienzos humildes y ocultos, pero
como una realidad que se desarrolla eficazmente (Mt 12,28; 13,24-30.3133;
Mc 4,26-29).

     

      c) En las parábolas del Reino se hace referencia explícita al juicio
que tendrá lugar al fin del mundo (Mt 13, 36 ss.). Su descripción
apocalíptica no ha de interpretarse en desconexión con la realidad
presente, sino que los hombres serán juzgados, y en parte son ya juzgados
según su fe y según las obras de amor hacia el pro J.imo (Mt 24; 25,31 ss.).
La hora del Reino es la hora de la decisión personal, en la que se pone en
juego la suerte final de cada individuo (Mt 3,2 ss.; 4,17; Lc 3,10 ss.;
16,22-28; 23,43); a la vez el mensaje escatológico de Jesús tiene
resonancia colectiva.

     

      3. La escatología en el cristianismo primitivo. a) El cristianismo
apostólico testificó desde el principio su fe en el cumplimiento de la
esperanza escatológica del A. T.

     

      Los dones del Espíritu, anunciados por los profetas para los
«últimos días», han desplegado su eficacia universal (Act 2,17 ss.). La
comunidad de Jerusalén experimenta en su espíritu las señales de la
salvación cumplida por el perdón de los pecados, y también sus exigencias
de conversión, de oración y de comunión (Act 2,37 ss.; 5,31; 10,43); pero
conoce al propio tiempo, que la plenitud salvadora no ha llegado todavía y
que debe vivir en actitud incesante de esperanza (Act 1,11; 3,20).

     

      b) La enseñanza de S. Pablo está dominada por la tensión
escatológica resultante de la Redención (v.) realizada por una parte y de
la Salvación (v.) todavía no consumada por otra. El cumplimiento de las
promesas realizadas en Cristo juega un papel fundamental en su predicación
(2 Cor 1,20). El bautizado está ya resucitado y el Espíritu es en él la
primicia del mundo venidero (Rom 6,1-7; Col 3,1; 2 Cor 5,5). Arrebatado ya
a este perverso mundo (Gal 1,4), no obstante, el cristiano debe permanecer
todavía en él, pero como si no estuviese en él (1 Cor 7,29 ss.; Rom 12,2).
Por eso, la idea de la esperanza está en S. Pablo tan íntimamente ligada a
la de la tribulación y la paciencia (Rom 5,3-4; 1 Thes 1,3; v.). La
creación misma parece gemir en espera de la plena liberación de los Hijos
de Dios (Rom 8,20 ss.). La esperanza cristiana, garantizada por la Muerte
y la Resurrección de Cristo, es al propio tiempo una ansiosa espera de la
Parusía, es decir, de su manifestación gloriosa (Col 3.1-4; 1 Thes 4,13 ss.).

     

      Respecto a esta segunda venida, algún texto aislado parecería dar la
impresión de una inminencia cronológica; pero expresamente afirma
desconocer ese tiempo y ese momento (1 Thes 5,1 ss.). Más aún, la
curiosidad de la fecha no tiene en él ninguna importancia teológica. Lo
único que importa es vivir ahora con Cristo y morir luego en Él (1 Thes
4,16-17; 5,10). Siendo esto así, la esperanza cristiana no es una espera
incierta, sino llena de gozo y de confianza (1 Thes 2,19; 2 Thes 2,16-17;
Rom 12,12), porque está fundada en la fidelidad y el amor inquebrantables
de Dios (Tit 1,2; Rom 15,4; 2 Thes 2,16). El Espíritu, que es el don
escatológico por antonomasia (Rom 5,5), ilumina y fortalece la auténtica
esperanza cristiana (Gal 5,5; Rom 8,25-27; 15,13).

     

      c) En S. Juan el acento de la esperanza escatológica es situado de
otra manera. Más que en el acontecimiento futuro, insiste en la e. como
realidad actual. Prefiere reposar en la posesión de la vida eterna
otorgada ya al creyente (lo 3,15; 6,40 ss.; 8,51). El que cree y ama posee
ya la vida eterna y pasa directamente de la muerte a la vida sin necesidad
de ser sometido a juicio (lo 3,18; 5,24). La resurrección no es algo sólo
para «el último día», pues todo el que cree participa ya de ella (lo
11,24-26). A pesar de esta transposición de acento, S. Juan no deja de
aludir a los acontecimientos del «último día», juicio y resurrección
corporal (5,28 ss.; 6,39 ss.; 12,48) y también a la segunda venida, que
será la Epifanía del Señor (14,3.21).

     

      La perspectiva escatológica del Apocalipsis (v.) es complementaria
de la del cuarto Evangelio. Representa al Cordero resucitado, aclamado por
todos los cristianos que alcanzaron la gloria (5,11-14; 14,1-5). Pero el
drama de la esperanza cristiana se desarrolla sobre la tierra, invadida
por un cortejo de males que ponen a prueba la fe de los creyentes (6). El
carácter glorioso de estas visiones tiene como fin levantar el ánimo de
los cristianos y afianzarlos en su esperanza, combatida por la
persecución, que un día culminará en la posesión del «cielo nuevo y la
tierra nueva» anunciados por los profetas (21,1 ss.). Entretanto la vida
cristiana es una existencia escatológica, testificada por el diálogo entre
el esposo y la esposa (22,20).

     

      V. t.: SALVACIÓN II; REINO DE DIOS; ELECCIÓN DIVINA; ALIANZA
(Religión). Para la e. individual, v. t.: MUERTE V; ESPÍRITU II;
RETRIBUCIÓN; CIELO 11; INFIERNO II; SENO DE ABRAHAM. Para la e. universal,
v. t.: DÍA DEL SEÑOR; ANTICRISTO; PARUSÍA; JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL;
RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS; MUNDO III, 2.

     

     

BIBL.: H. GRoss, R. SCHNACKENBURG,
Eschatologie, en LTK III, Friburgo 1959, 1084-1093; A. JEPSEN-R. MEYER-H.
GONZELMANN, Eschatologie, en RGG II, Tubinga 1958, 655-672; L. ATZBERGER,
Die Christ. Eschatologie in den Stadien ihrer Entwicklung im A. T. und N.
T., Friburgo 1890; F. CEUPPENS, Il problema escatologico nella esegesi, en
Problemi e orientamenti di Teología dommatica, II, Milán 1957, 975-11)16;
XV SEMANA BíBLICA ESPAÑOLA, En torno al problema de la escatología
individual del A. T., Madrid 1955; XVI SEMANA BÍBLICA ESPAÑOLA, La
escatología individual neotestamentaria, Madrid 1956; R. SCHNACKENBURG, El
Nuevo Testamento, Madrid 1961; ÍD, Reino y Reinado de Dios, Madrid 1967;
P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1966, 295-330,
379-432; M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, 2 ed. Madrid 1966,
56-69, 495-510, etc.; J. BONSIRVEN, Teología del Nuevo Testamento,
Barcelona 1962; ÍD., Les enseignements de Jésus-Christ, París 1946,
330-355; F. GUNTERMANN, Die Eschatologie de hl. Paulus, Miinster 1932; W.
G. KÜMMEL, Die Eschatologie der Evangelien, Leipzig 1936; A. N. WILDER,
Eschatology and Ethics in the Teaching of Jesús, 3 ed. Londres 1954; B.
RIGAUX, Les Épîtres aux Thessaloniciens, París 1956; A. FEUILLET, La
synthèse eschatologique de st. Matthieu, «Rev. Biblique» 56 (1949)
340-364, 57 (1950) 62-91 y 180-211; 1D, La venue du Règne de Dieu et du
Fils de 1'homme d'après Luc. XVII,2 à XVIII,8, «Recherches de Science
Religieuse» 35 (1948) 544-565; F. SPADAFORA, Gesù e la fine di Gerusalemme,
Rovigo 1950; v. t. la bibl. de los arts. REINO DE DIOS, PARUSÍA, etc.

J. APECECHEA PERURENA.

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp,
1991

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