“El legado de las piedras”



Ensayo sobre las litografías de Frederick Catherwood, obras exhibidas en la exposición “Por los signos de los siglos.”  Museo MARTE, 2010
 
 
PANORAMA HISTÓRICO
América permaneció cubierta por un velo de mitos y misterios para
gran parte del mundo después de su colonización hasta la segunda mitad
del siglo XVIII debido a la prohibición que le tenían la monarquía
española y la portuguesa sobre la libre circulación de viajes e
intercambio comercial. Pero del mismo modo en que la percepción de la
realidad cambia con el paso del tiempo en el pensamiento del hombre, las
barreras jurídicas y comerciales mudan de aires. En este aspecto
el siglo XVIII europeo comparece ante la historia como un siglo bisagra,
donde se articularon la razón, un exacerbado sentido individual y
conquistador, con los valores independentistas, dando ingreso así a una
nueva época en la historia de la humanidad a la que hoy reconocemos con
el término de Modernidad.


La sed de los naturalistas para inventariar y clasificar las especies
-en particular desde el viaje de Carl Linneo en 1732- y el interés de
los Antiguos Regímenes por las expediciones científicas con el objetivo
de la apropiación de nuevos descubrimientos, animaron a muchos a
emprender nuevas rutas con el fin de describir, estudiar, dibujar, y
divulgar la realidad geográfica, botánica, etnológica, social y política
de las tierras del Cercano Oriente, así como las del Nuevo Mundo. Estos
peregrinos retornaron no sólo con relatos que favorecieron el éxito de
las ideas científicas sobre la diversidad y la relatividad de los
pensamientos, sino también con un gran entusiasmo y admiración por las
imponentes vestigios de conjuntos arquitectónicos edificadas por
civilizaciones antiguas, por las esculturas que ostentaban un lenguaje
visual completamente desconocido para ellos, así como por la existencia
de un sistema enigmático de escritura definida como jeroglíficos.


Para entonces el mundo comenzó hacerse más chico y, aún no se ha
detenido este proceso de aproximación cultural y económica. Los largos
brazos del Viejo Mundo alcanzaron los sitios más apartados, y un
espíritu de confianza y optimismo impregnó el accionar de exploradores,
comerciantes, diplomáticos y sabios. Todos se sintieron capaces de
investigar y fiscalizar el planeta, armados por la razón. De tal
modo estos viajes se convirtieron en la sumatoria de una serie de fines
acometidos hasta un punto nunca antes alcanzado. El afán de “ser testigos”, de “estar ahí”, de “experimentar en carne propia
las luces de tierras lejanas o correr el velo para echar un vistazo al
brillo de las propias olvidadas, convirtieron al viajero del
neoclasicismo en un devorador y transmisor de datos útiles. Pero en el
cursar del maravilloso Siglo de las Luces la cosmovisión del
hombre sufrió severas y paulatinas modificaciones. Los análisis de
filósofos, políticos y artistas, cada vez cuestionaban más todo cuanto
existía, hasta el punto de dudar de la veracidad y el beneficio que
tenían los propios preceptos, dogmas y eventos, incluso derivados, de la
razón.


Un exponente máximo de estas nuevas ideas se da en la figura del
filósofo, J. Rousseau por su aguda crítica a los conceptos de
civilización y de cultura que se habían establecido hasta entonces, ante
los cuales arremetió con un audaz desprecio. Rousseau defendió el
sentimiento y la pasión como valores intrínsecos y esenciales al ser
humano, valores que habían sufrido un enorme menoscabo, y en cuyo desdén
se arraigaron los pilares de la pronto resquebrajada cultura
occidental. Su oposición al ideal ciego de progreso o mejora de la
humanidad fundamentada exclusivamente en el uso de la razón fue
determinante para convertirlo en uno de los pensadores más atípicos de
su tiempo, anticipándose a las tesis que fabricó posteriormente el
movimiento romántico.


En el orden de los eventos más fermentadores de la nueva etapa
histórica se presenta la Revolución Industrial. Las consecuencias
acaecidas en el orden sociocultural derivadas de este suceso son
amplias, pudiendo sintetizarse como el fenómeno que propició una
mutación dramática de las estructuras sociales e institucionales,
poniendo fin a la etapa feudal y propiciando la aparición de una nueva
distribución socioeconómica: la capitalista.


En la historia nada es casual, un hecho es la derivación inevitable
de otros que lo precedieron. El sorprendente consenso de ideas que tuvo
lugar entre filósofos, artistas, científicos e intelectuales Ilustrados
proporcionaron las bases teóricas necesarias para abolir al Antiguo
Régimen propiciando el desencadenamiento de otra significativa
transformación: La Revolución Francesa. Si bien ésta tuvo múltiples
causantes, no hubiese trascendido a los niveles que llegó sin la
presencia de este grupo, quienes pusieron luz sobre el oscurantismo de
la Edad Media -época en que se impedía pensar libremente-, y provocaron
una fisura significativa en los dogmas religiosos que definían hasta
entonces el mundo y sus acontecimientos.


Lamentablemente en 1789 muchos pensaron que la libertad había sido
instituida por fin como principio básico, y la legislación política
había sido transformada en el reino de la razón. Pero pronto
descubrieron que lo primero era sólo una abstracción, una libertad a
medias, carente de contenido, y que la instauración de dicha razón no era otra cosa que la violencia del pensamiento frente a la realidad.


Con este repliegue de la historia surge un nuevo espíritu bien
definido que se proclamará en reacción al racionalismo estético o
neoclasicismo, el cual en primera instancia era símbolo de lo francés lo
que se traduce en enemigo de la soberanía e integridad de cada pueblo
europeo después de la invasión Napoleónica; y en segunda porque alegaba
de manera frívola que lo importante de una obra de arte era la belleza, y
ésta sólo podía alcanzarse mediante el acatamiento de unas leyes ya
prescritas. Dicho espíritu difundido a partir de entonces, versus
neoclasicismo e Ilustración, se le reconoció como Romanticismo.


El conocimiento, que según los ilustrados poseía límites, para los
románticos era infinito. Todo era susceptible de ser conocido, no
únicamente por la razón, sino por la síntesis de todas las facultades
que el hombre goza. Con el romanticismo se invirtió la relación entre el
ser humano y la realidad que le rodeaba. En él será el “Yo” del
individuo, su interioridad la que domine y modele al mundo exterior, y
no al revés. Ese domino sobre el mundo es lo que, según ellos, hace
libre al ser humano. La libertad comenzó a tomar así un rol
preponderante desde entonces a través de la historia en el mundo
occidental: Liberación del individuo frente a la sociedad, de la
mujer frente al hombre, de la región frente a la nación, de la nación
frente al imperio, de la colonia frente a la metrópoli.
Pero, a su
vez, todo deseo de liberación conllevaría sentimientos como la soledad,
la incomprensión, la discrepancia. Romper con lo establecido para
liberarse conlleva al pesimismo, a la melancolía, al vacío y la
insatisfacción. Aún así, para el hombre romántico no hubo otra opción de
estilo de vida después de lo vivido.


La mentalidad práctica —de minero o comerciante— se fue debilitando y
ganó espacio el poeta interior, turbado por las fuerzas del mar, la
montaña o el desierto. El romanticismo, más que un modelo práctico o una
revolución literaria, es un concepto de la vida que muchos sostienen no
está adscrito a un determinado momento, sino es un patrimonio privado
de todos los que valoran -en su esencia íntima, en su subjetivismo
trascendente- el mundo idealizado y soñador del espíritu, ante la mujer,
el amor o incluso ante la misma historia.


Ejemplo de personajes célebres de esta tendencia fue Lessing (poeta
alemán) que ataca al teatro francés clasicista, proponiendo imitar a
Shakespeare, así como crear un drama nacional. Por otra parte Herder
(filósofo, crítico literario y teólogo alemán) defendió la existencia de
un espíritu nacional ligado al idioma en cuyo desarrollo debe estar
reflejada la historia del país y el espíritu de las creaciones del
pueblo y de los grandes poetas, sobre todo de la Edad Media cristiana.
Schiller practicó en su teatro el nacionalismo y el populismo como
expresión del desarrollo de lo humano, un principio que se opuso al afán
de la dominación aristocrática. Así mismo surgen los Hermanos Grimm
quienes realizaron una abundante contribución al folklore alemán a
través de sus cuentos, que sólo fue posible gracias al entusiasmo en
boga por el pasado de su tierra. En dichas obras -dedicada a los niños-
se encuentra la verdadera alma, la imaginación y las creencias de su
pueblo.


Goethe, en su obra Werther, esbozó el “mal del siglo”, y en su Fausto, develó el sueño imposible de la inmortalidad. Schlegel,
sostuvo que la poesía crea sus propias normas pues es engendrada por la
fuerza original invisible de la humanidad, contrarias a la necesidad
defendida por los neoclásicos de ajustar la creación a unas reglas o
leyes estrictas. En cuanto a la música ésta se convirtió en un verdadero
medio revelador del lenguaje del alma a través de las obras de
Beethoven, Schubert y Schumann.


Es meritorio destacar que dentro de los presupuestos del romanticismo
estaba la consideración de que la religión, de la manera que estaba
oficializada, con sus dogmas e instituciones, era muy limitadora. Pero a
diferencia de la Ilustración, no persigue el desencantamiento llano de
lo misterioso, sino conservó lo enigmático, lo infinito, y no como una
manifestación autoritaria impuesta desde afuera, sino como una “manifestación venida del alma”. El gran filósofo de la religiosidad durante este período, Schleiermacher, consideraba que la propia Biblia es un buen libro pero que cada uno puede hacerse su propia Biblia, encontrando el culto dentro de su espíritu. Para él “la verdadera religión es el sentido y el gusto por lo infinito”.[1]


He aquí una constante que persiste en algunos tipos modernos de
religiosidad. Curiosamente este espíritu romántico surge en países
protestantes, es decir, en aquellos donde la Iglesia había sufrido
transformaciones bastante significativas, muchas de las cuales se
inscriben en la llamada Reforma. En Inglaterra con Enrique VIII y en
Alemania con Lutero. Luego esta filosofía se expande hasta países
profundamente católicos como Francia e Italia, y obviamente por
extensión, a buena parte de América Latina cuya visión de Cristo como
redentor de los humildes marcará todo su desarrollo.


El viajero del romanticismo generó en el imaginario popular el
interés por las costumbres y los hábitos de otras latitudes. Como
consecuencia, nuevos temas se impusieron en las obras de los artistas
que colaboraban con ellos en la creación de láminas para álbumes o
textos ilustrados. Las representaciones pictóricas de castillos, de
ciudades perdidas o exóticas, de esculturas rescatadas de la oscura
selva tropical, dieron el puntapié inicial para los primeros estudios
etnológicos y antropológicos.


Al escudriñar sobre las civilizaciones ancestrales halladas
en África, Asia y América a través de estos estudios, se revaluaron y se
reencontraron nuevos significantes, fortaleciéndose “la esencia originaria” del orgullo nacionalista.









LA OBRA DE CATHERWOOD
En el vórtice de este panorama económico, cultural y filosófico es
que germinan las obras litográficas que nos encontramos en esta
exposición. Todas hijas de la pericia artística y la sensibilidad
ideoestética del célebre londinense Frederick Catherwood.


Cathewood nació el 27 de febrero de 1799 en Londres y fue el segundo
hijo de un acaudalado escocés y una irlandesa. Desde edades tempranas
asistió a prestigiosas escuelas en las que aprendió principalmente
lingüística y gramática. También gustaba de las matemáticas, la
geometría y el dibujo. Siendo joven solía deambular por las calles de su
ciudad para dibujar cuantos edificios le atraían durante sus horas de
ocio. Tal vocación terminó proyectándose en sus estudios de
arquitectura, dibujo y pintura en la Royal Academy, y por último dedicó
tiempo al estudio exclusivo de la arquitectura y la escultura clásica en
Italia, Sicilia y Grecia. Terminando su etapa de aprendiz, viajó por
todo el Oriente haciendo esbozos de reliquias arquitectónicas, complejos
urbanos y escultóricos de Egipto, Arabia Saudita y de Tierra Santa. En
1823 fue contratado como consultor en la restauración arquitectónica de
las mezquitas de El Cairo, y en los comienzos de la década del treinta
emprendió un nuevo trabajo con una firma de arquitectos en los Estados
Unidos.


Mil ochocientos treinta y nueve fue un año trascendental en la obra
de Catherwood. En ese tiempo se encontraba en Nueva York para el montaje
de una exposición personal de sus primeras obras cuando John Lloyd
Stephens, el “padre de la arqueología maya,” se le acercó con la idea de
que exploraran juntos la Península de Yucatán y la América Central.
Stephens no era un extraño para Catherwoood, éste le había conocido tres
años antes y ciertamente sabía la seriedad de sus expediciones y su
sincero apasionamiento por las crónicas de Alexander von Humboltd y Juan
Galindo. Toda la expedición se organizó en el lapso de unos pocos
meses, y para entonces efectuaron la primera visita a Copán (Honduras)
donde Stephens compró un terreno por la suma de $50 dólares para tener
la libertad de trabajo. Durante este viaje Catherwood descubre a treinta
kilómetros al norte de Copán a Quiriguá mientras su compañero estaba en
un viaje de negocios en la ciudad de Guatemala. Dicho descubrimiento
personal lo promovió al punto de activar la chispa que deambulaba en su
interior de romántico, dejando registro de esta hazaña a través de un
corpus gráfico extensísimo, con exquisitos detalles que reflejan más que
lo visto por su retina, lo que su entelequia captó.


Más tarde Catherwood y Stephens visitaron Palenque (Chiapas, México) y Uxmal (Yucatán, México.) De esa visita nace el libro: Incidentes de Viajes a Centroamérica, Chiapas y Yucatán,
donde documentan a través de textos escritos por Stephens y dibujos de
Catherwood decenas de ruinas, muchas de ellas referidas por vez primera.
Estando aún en Palenque, Catherwood sufre de malaria la cual se agravó
en Uxmal, por lo que tuvo que regresar a Nueva York para recibir un
intensivo tratamiento médico. Sin embargo, en 1842 ya se había
recuperado de esta enfermedad y nuevamente surcó los mares para unirse a
Stephens en la península Yucateca, perseverando en el reconocimiento de
la región. En esta ocasión exploraron Chichén Itzá, Cozumel, Tulum,
Dzilam, Izamal y Aké. Siete meses duró la ardua jornada quedando otra
vez desgastada la salud de Frederick Catherwood.


En 1844 publica otras obras suya recopilada en Vistas de Antiguos Monumentos de América Central, Chiapas y Yucatán.
Veinticinco litografías en colores, procedentes de aguafuertes, sobre
el tema de los vestigios prehispánicos fueron mostradas en esta edición,
tomadas a partir de sus dibujos in situ donde la cámara lúcida y
el daguerrotipo le habían propiciado una fidelidad documental
extraordinaria. Después de la muerte de su amigo y compañero de
aventuras y hazañas, John L. Stephens, se encargó de realizar a manera
de homenaje la publicación Incidentes del viaje a América Central.


No obstante de la veracidad con que sus estampas develan al mundo la
exorbitante y misteriosa belleza de la cultura mesoamericana
precolombina, su obra está permeada de una atmósfera peculiar. Este
hombre refleja de manera sistemática una reacción nostálgica por el “Paraíso Preindustrial Perdido”.
En ellas se hunde, se funde como parte del medio que transitó. Su
actitud crónicamente enclavada en la visión romántica, no sólo le valió
para una detallada observación, sino que caviló sobre su propia finitud
-y la de cualquier mortal- cuando se tropezó con los restos de las
majestuosas creaciones antiguas.


En sus litografías representa algunas de las Estelas más complejas
desde el punto de vista artístico, de todas las existentes en el mundo
maya. Ejemplo de ella es la monumental talla que representa a una efigie
de Copán, donde plasmó con exquisita laboriosidad todos los detalles
que a su vez tallaron, en alto y bajo relieve, los mayas del mundo
antiguo. Sus dibujos son de una precisión y una delicadeza asombrosa,
demostrando con ello reverencia por la estoica labor acometida en el
pasado. Su suspicaz defensa por esta cultura frente al universo
racionalista, es una variable constante. A ello hay que añadirle el
sabor místico que le confiere al recrearla en un ambiente natural
ensombrecido y profuso por la vegetación, gracias a su soberbio manejo
del dibujo y del claro-oscuro, donde la perspectiva compositiva se
cierra inmediatamente, dejándonos incapaces de ver más allá de la
protagonista: La Estela.





En oposición al recurso utilizado en la pieza descrita anteriormente está el que maneja en la Estela denominada “D” o “Ídolo y Altar de Copán.”
En ésta, al igual que en casi todas, recrea escrupulosamente cada
detalle hasta el punto de poder ser utilizado por antropólogos,
arqueólogos o historiadores para sus análisis. Pero a diferencia de la
anterior, el escenario de fondo tiene una impresionante carga semántica.
La perspectiva manejada por el artista en cuanto a la disposición tras
el “altar” de los árboles en fuga, así como el uso focalizado de la luz
sobre dicho fondo, nos induce a percibir un camino ascendente, luminoso,
como guía hacia el “edén” después del sacrificio, del mismo modo que
era representado en el imaginario de un fiel cristiano el camino a
transitar para llegar al paraíso de Dios. Una vez más, su espíritu Roussiano cobra vida en sus creaciones al hurgar sobre el tema de la muerte no como algo aterrador, sino como parte natural de la vida.





Otra representación de Estela es: Príncipe del Sol Naciente, en
Copán. Esta estampa tiene el sello más distintivo del que no pudo
despojarse el artista sobre el gusto estético de su época. De manera
magistral Catherwood recrea, como mero pretexto poético, toda una
fantástica historia sobre lo que pudo haber acontecido alrededor de
dicho monumento. La escena representada está dramáticamente alumbrada
por un rayo que se ha producido debido a una tormenta, y que fatalmente
ha cortado la pieza monumental, centro ésta de la estructura
compositiva. En contraposición a este caos, provocado por la fuerza
sempiterna de la natura, representa la serena expresión del personaje
representado en la estela quien sabe cuál es su destino y su obvia
incapacidad de movilidad. Una vez más este hombre vestido de artista, e
hijo de su tiempo, no se ha conformado con reproducir miméticamente el
objeto escultórico como lo hubiese hecho un artista neoclásico, sino que
ha recurrido a añadirle el dramatismo y los sentimientos intensos que
le generan las fuerzas descomunales de la naturaleza.


En el momento de publicación de estos grabados, su obra satisfizo los
renovados deseos y gustos de una audiencia metropolitana cada vez más
inclinada a la expansión territorial y cultural, vestida en aquel
momento por la búsqueda de lo sublime y/o exótico.





Cuando recrea las construcciones mayas, le incluye personajes
populares de la región en medio de sus acostumbradas actividades, o
sencillamente, con una postura contemplativa, apacible, invitándonos a
disfrutar con ellos la suntuosidad de aquellas pretéritas obras en
armonía con la paz emanada de aquella infinitud. Es posible que
sospechemos de ciertos personajes en cuanto a la vestimenta que portan y
su real correspondencia con la realidad, las cuales a primera vista
pudieran confundirnos con los tipos clásicos europeos. Otros, por el
contrario son figurados con trajes más locales, o incluso con casi
ninguno, como solía suceder; añadiéndole un aire humanista y natural a
las atmósferas representadas. Su sensible preocupación no sólo se enfocó
en ver a través de la cámara lúcida el minucioso trabajo de las
soberbias edificaciones, sino en divulgar la vida manifiesta de los
hombres que aún habitaban en las inmediaciones de aquellos espacios, a
pesar de la concurrencia de varios siglos desde su creación y
“abandono”.


Su aventurera actitud nos ratifica su afección por el romanticismo,
donde el convivir en concomitancia con la naturaleza tenía el simple
propósito de conquistar, a través de ella, el conocimiento más profundo
de sí. La representación del medio natural en sus láminas es realizado
de manera sui géneris, original, pura, en él no cabe la idea
iluminista del jardín como paisaje idílico, domesticado, alejado de todo
riesgo y símbolo de la serenidad y el equilibrio, que en nada se
correspondía con los nuevos tiempos. Para él, como para todos los que se
subscriben en su misma tendencia, tales paisajes “naturalmente”
planificados y exquisitamente ordenados le resultan estériles,
artificiales, vacuos. En estas litografías vamos a percibir una y otra
vez, edificaciones asombrosamente imponentes con detalles artesanales
minuciosos hasta la saciedad, pero en contraste todo va estar devorado
por la fuerza telúrica de la naturaleza, denotando su preeminencia sobre
la efímera empresa del hombre. Tal si fuera una maestra de la vida,
ésta es humanizada en sus escenas, revivida casi con conciencia propia,
capaz -bajo su influjo- de regresar al hombre a su estado salvaje y con
ello naturalizándolo. De dominada, la vuelve dominadora, quitándole el
yugo racional que la sometía durante todo el Siglo de las Luces.


Un nuevo prisma, nuevos relatos, una remozada forma de ver y sentir
el mundo se materializa en estas obras, que ahora iban mucho más allá de
lo aprendido por este artista en las academias. Su imaginación, así
como sus sentimientos, destronaron a la razón, desechando las normas,
abriendo paso a las fuerzas de sus sueños y de sus pasiones. Detrás de
esta actitud se manifiesta, explícitamente, una crítica a la vida
industrializada y al desencanto de vivir en ciudades que se hacían cada
vez más grandes, populosas y anónimas.



VIGENCIA DE SUS REPRESENTACIONES
Según la real academia española, vigencia es el período de
tiempo durante el cual una ley está en vigor o una costumbre está en
uso. En general, la vigencia de cualquier asunto es la actualidad que el
mismo posee en el trayecto del tiempo.


Tradicionalmente, la historiografía de la arqueología maya toma como
punto de partida las obras publicadas por este artista y su compañero
Stephens, debido a la minuciosa veracidad de las ilustraciones y la
prodigiosa narrativa. 12,000 copias se vendieron en tan sólo cuatro
meses del libro: “Incidents in Travel in Central America”. Como
resultado de sus meritorios trabajos, Stephens y Catherwood son
catalogados como los primeros en explorar y “descubrir” las ancestrales
construcciones mayas; los primeros en producir dibujos y mapas fieles a
los edificios y las esculturas que los adornaban; los primeros en
definir a la cultura maya como una unidad; así como los primeros en
diseminar y despertar la avidez por la historia y la identidad de las
civilizaciones antiguas americanas en un público nuevo: el  Europeo.


La Europa decimonónica hizo un giro sobre la evaluación que había
tenido hasta entonces de nuestra región. Además, al describir mediante
aquellos textos e imágenes tradiciones e identidades, así como la
grandeza cultural del otro, Catherwood y Stephens aceleraron en el viejo continente el fenómeno de la “otredad”.   Según Octavio Paz “La
otredad es un sentimiento de extrañeza que asalta al hombre tarde o
temprano, porque tarde o temprano toma, necesariamente, conciencia de su
individualidad… En algún momento cae en la cuenta de que vive separado
de los demás; de que existe aquél que no es él; de que están los otros y
de que hay algo más allá de lo que él percibe o imagina.”
[2]Con ello estaban vigorizando no sólo el valor identitario de esta otra cultura (la maya), sino su propia identidad como europeos.


Curiosamente estas litografías no tenían el objetivo de ser
consideradas creación artística en sus orígenes sino que su finalidad
estribaba más que nada en ser un medio comercial para el conocimiento
general del público sobre la magnitud y la diversidad del mundo. Su
autor de seguro no calculó la contribución que estaba haciendo a la
historia del arte a través de ellas. En tal sentido, la talla sobre
piedras ejecutada para lograr estos significativos grabados de algún
modo se emparienta, con el laborioso y delicado trabajo legado por
nuestras culturas ancestrales, también practicado sobre este
imperecedero material.


Los románticos como Frederick Catherwood cometieron excesos en algún
sentido al desarrollar su trabajo, pero sin dudas fueron parte -por
decirlo metafóricamente- de una fiebre necesaria. La fiebre es un exceso
de temperatura producido por el organismo, ella actúa como respuesta
para permitirle al cuerpo combatir los gérmenes que le causan
enfermedades. En analogía, la fiebre de los románticos se produjo a
través de su férrea crítica contra los “gérmenes” que se habían
presentado en el mundo moderno, convirtiéndose en los pioneros del
posmodernismo, el ecologismo, la Nueva Era o New Age. Ellos
tomaron con audacia el mundo que sentían se desmoronaba y de alguna
manera procuraron reinventarlo, impulsando una utópica revolución
espiritual, pero no por ello hay manipulación, sino lo contrario: coraje
y sinceridad. Se situaron en la verdadera dimensión de lo humano con su
arte y su sensibilidad.


Paradójicamente la mayor vigencia que tiene su obra radica en haberla
permeado de una atmósfera proveniente de esta cosmología: la romántica.
Cada estampa que construyó refleja la primacía de la naturaleza en
relación con las construcciones arquitectónicas, las esculturas, o
sencillamente con los personajes populares, entablando en su discurso
una contraposición de todo ello con el clima hostil del mundo moderno
del cual provenía.


¿Vigencia entonces del romanticismo? Sí. La visión romántica que
perpetra Catherwood, incuestionable en estas obras, es reflejo de su
identificación con los aires filosóficos de su época. Sus litografías
revelan la fuerza crítica y la lucidez, frente a los desaciertos que
cometió la modernización industrial. El concierto de los románticos como
él,  tocó de manera intuitiva y parcial lo que era impensable para el
pensamiento de los industrialistas, reflejando desde entonces a través
de obras escritas o plásticas: la cosificación de las relaciones
sociales, la pérdida de los valores humanos y culturales cualitativos,
la soledad de los sujetos, la pérdida de raíces, la alienación por la
mercancía, el dinamismo devorador de la maquinaria y la tecnología, la
temporalidad reducida a lo instantáneo, la degradación de la naturaleza.
En pocas palabras, describieron el lado obscuro de la “civilización” contemporánea.


Algunos de los tópicos sobre los que se debaten los teóricos de
nuestro tiempo reconocidos como Posmodernos, versan sobre las mismas
inquietudes que tuvieron los románticos; ahora con más madurez y tiempo
de distancia a favor de los primeros para poder evaluar la magnitud de
los problemas planteados. En dichos debates encontramos el
cuestionamiento de la “absoluta” certeza de la ciencia y su objetividad
para explicar la realidad y la solución de los problemas. Por otro lado
el planteamiento de que la realidad no se refleja estrictamente en la
mente humana, sino que es construida por esta última en su intento de
comprender una realidad personal y/o particular. Por tal motivo es
altamente desconfiada respecto aquellas explicaciones de la vida que se
asumen como universalmente validas para todos los grupos sociales o
culturales, considerándosele entonces como verdades relativas. Otro
punto sobre el que los filósofos, intelectuales y artistas de nuestro
tiempo se debaten es por el rechazo hacia el racionalismo logocentrico;
esto se explicita en el no optimismo, ni Fe en la idea moderna de
progreso. La ciencia y  la racionalidad no sólo han fallado en su
conducción hacia el “progreso” de la humanidad, sino también han
destruido, en cierto sentido, su historia, su diversidad y hasta su
vitalidad.


La reivindicación de la imaginación y de la intuición, y el anhelo de
armonizar con la naturaleza, propios del movimiento romántico, están
latentes en nuestros días. Actualmente sabemos que la razón calculadora
tiene límites que no sospechábamos y que para salir de nuestra crisis
sistémica necesitamos hoy otros tipos de inteligencia: emocional,
social, ecológica. Y tenemos a nuestro alcance experiencias, técnicas y
saberes, aprehendidos de muchas culturas, que eran inaccesibles a los
románticos. Ellos buscaron a tientas modelos de vida que ahora nosotros
podemos perfilar mejor.





En resumen, el valor patrimonial que poseen las estampas aquí
expuestas es inapelable no sólo por la riqueza formal, que por demás
está descrito ya de alguna manera a lo largo de todo este trabajo y de
seguro es constatado por sus retinas, sino más que todo por la
representación de lo grande que fuimos, y lo grande que somos hoy al
hacer reverencia como lo hizo ayer Catherwood a nuestra historia.


El gran escritor francés Henri–Iréneé Marrou expresó que la finalidad de la historia «…
consiste en proporcionar a la conciencia del hombre que siente, piensa y
actúa, abundante material para ejercer su juicio y su voluntad
». Y añade: «La
historia es fecunda porque amplía de manera prácticamente ilimitada el
conocimiento del hombre por el hombre. En ello reside su grandeza y
“utilidad.”
»[3]


A través de estas litografías nos permitimos ensanchar nuestro
horizonte en lo que respecta al conocimiento de nuestros ancestros. El
modo actual de vivir que tenemos no agota toda la infinidad de lo que
podemos ser. Esta infinidad, de alguna manera, podemos airarla en la
medida que entramos en contacto con obras de artes como éstas. Aprender
de nuestra historia nos impide acomodarnos, quedarnos satisfechos con
aquello que somos. Ella nos revela siempre aspectos nuevos de la
realidad y de la vida humana que no podríamos adquirir por nuestra
propia experiencia vital en el corto tiempo que viajamos en este mundo,
por lo que no debemos quedarnos con la mirada anclada en aquello que nos
sucede en nuestra existencia individual y cotidiana. La historia es
cultura por cuanto fecunda la imaginación creadora y abre infinitas
posibilidades, tanto al pensamiento como a la acción. La historia,
se convierte entonces, en cierto modo, en instrumento de crecimiento
espiritual.


En el marco de la conmemoración del Bicentenario de la Independencia
de las naciones centroamericanas acontece esta exposición, la cual
representa una verdadera celebración en la medida en que pone a la luz
pública piezas en las que se representó de manera alegórica -casi desde
hace el mismo tiempo de dicha independencia- nuestro mágico y estimado
universo.


El levantamiento de los pueblos centroamericanos contra la metrópolis
española estableció un hito en la historia de la región al fomentarse
la creación de las Provincias Unidas del Centro de América, uniendo a
los centroamericanos en un proyecto común.


Sólo conociendo nuestras tradiciones, estaremos en facultad de
reconocernos como una entidad y continuar generando un modo exclusivo
que nos identifique en el concierto mundial de las naciones. Descuidar
la dimensión histórica y cultural que poseemos equivale a olvidar
nuestra esencia. En este sentido el Museo de Arte de El Salvador hoy
reafirma la importancia que tiene la enseñanza de esta ciencia social a
través de esta exposición donde le da un merecido espacio a las obras de
Frederic Catherwood. Con esta acción ejerce una vez más su compromiso
con el país, al invitarlo a reflexionar cuán sui generis somos,
cuánto valemos y cuánto podemos aún hacer juntos para continuar
edificando imperios culturales tan potentes como lo hicieron nuestros
antepasados.






LITERATURA CONSULTADA
Ades, Dawn. Arte en Iberoamérica: 1820-1980. Madrid, Editorial AMPER. 1989


Aguilar Ochoa, Arturo. La influencia de los artistas viajeros en la litografía mexicana: 1837-1849. En, Anales del Instituto de investigación estética. Primavera, año/vol. XXII, número 076. Universidad Nacional Autónoma de México. DF, México.


Badía Cabrera, Miguel A. La reflexión de David Hume en torno a la religión.  Editorial de la Universidad de Puerto Rico. 1996


De Paz, Alfredo. La revolución romántica: poéticas, estéticas, ideologías. Madrid: Editorial Tecnos. 1986


Frederick Catherwood. Wikipedia, la enciclopedia libre de Internet.


G. Torres María Dolores. Visión de Nicaragua y Centroamérica en el legado de Walter Lehman. Managua, Nicaragua. Editorial Ihnca. 2009


Martínez Torrón, Diego. Variables poéticas de Octavio Paz. Madrid. 1989


Taylor, Charles.Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna. Editorial Paidós. 1996


Vicens Vives, D. Jaime. Mil lecciones de la historia: Los grandes temas de la política y de la cultura universal. Tomo II, Tiempos Modernos. Barcelona, Editorial Instituto Gallach. 1951



[1] Véase el criterio completo tratado por el autor Badía Cabrera, Miguel A. La reflexión de David Hume en torno a la religión.  Editorial de la universidad de Puerto Rico. Pág. 114. 1996.
[2] Martínez Torrón, Diego. Variables poéticas de Octavio Paz. Madrid. Pág. 40. 1989.
[3] Marrou, Henri Irénée. De la connaissance historique, le Seuil, París. 6ta edición, Págs. 35-36. 1954













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