martes, 21 de marzo de 2017

La antorcha de Kraus: noviembre 2006

La antorcha de Kraus: noviembre 2006


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La mitad del tiempo se la pasa resistiendo. La otra mitad indignándose.















jueves, 30 de noviembre de 2006






Bajorrelieve



Probablemente
nada es lo que parece. La mano explora. Sobresale y a la vez se
adentra. Traza un arco de la fuente de luz a la zona de sombras, donde
de nuevo, tal vez, emerja una punto de luz. La mano es orografía pura.
Desplazamiento de un glaciar. Se expande grácil, posa, sobrepone los
dedos con serenidad. El corazón desaparece entre las tinieblas y el
misterio. Se ha ausentado.
Quietud
. La cordillera de los
nudillos se contrae. Erizamiento de la piel. Inadvertida brisa. Como un
bajorrelieve rupestre, la mano permanece inmóvil, presta y expectante
ante una presencia deseada.
Cortejo de adorantes. Calma. Tal vez se trata de la mano moldeadora de la Creación.





miércoles, 29 de noviembre de 2006






Próxima estación




El
gran desasosiego que le invade, la turbación que muestra, el
desconcierto que le corroe, el nerviosismo que exterioriza, el
agotamiento que va haciendo mella en él le tiene en guardia últimamente.
Se mira en los escaparates para percibirse, en el espejo del ascensor
para advertirse, en el baño para sugerirse. Irse, desinencia o verbo. Se
deja contemplar por los viandantes y les devuelve la pregunta: cómo me
verán, se dice. Curiosidad morbosa. Qué aspecto les ofreceré, qué imagen
estarán recibiendo de uno, se pregunta. Trata de analizar las miradas
rápidas, las fijaciones inacabables, las observaciones disimuladas, las
ojeadas irónicas. Pero en absoluto le inquieta el tic de los oteadores
callejeros. No son representativos. Los animales se cruzan a todas horas
por supermercados, calles, escaleras y estaciones de bus, y tienen
claras sus delimitaciones. Se miran pero no se dicen. Los encuentros
casuales con conocidos no valen mucho más: el juego de máscaras funciona
con rapidez y efectividad y, salvo un mal día especial, no es difícil
mantener el tipo de las apariencias. Y se sobrevive. Otra cosa es la
dosis de soportabilidad que hay que desarrollar en las horas obligadas,
aquellas que porporcionan cubrir las necesidades elementales y contra
las que, con frecuencia, la filosofía se estrella. Cubramos un tupido
velo, que decía el clásico. Se ha apoyado sobre las dos manos,
sujetándose los pómulos, tamborilea con sus dedos en las mejillas ajadas
por efecto del cansancio nocturno, echa un último vistazo a un texto de
André Comte-Sponville, El mito de Ícaro y encuentra...


La
gran tentación es la mentira. Y menos por querer engañar a otro que por
miedo de reconocer la verdad ante sí mismo. Si es que hay una verdad.
Las felonías son raras; la mentira más frecuente es la charlatanería. Se
miente por horror al vacío...Pero el hablar por hablar es también una
cobardía: miedo al silencio, miedo a la verdad...Es palabra, pero
palabra asustada. Este miedo hace que en público todos seamos unos
charlatanes. Por esta razón la soledad se presenta como una oportunidad:
para, al menos una vez, llegar al final de su silencio. Esta soledad es
ante todo interior, "somos soledad", como decía Rilke, en el corazón de
la pareja o en medio de la multitud. Pero esta soledad es difícil y uno
no la alcanza de golpe. Es más fácil de entrada aislarse en el sentido
material del término: el aislamiento no es la soledad pero puede llevar
hasta ella. Pedagogía del desierto: hacer el vacío alrededor de sí para
encontrarlo en uno. No escuchar a nadie; tampoco decir nada; escuchar su
silencio...De entrada para no seguir mitiendo hay que callar. El
invierno es la primera estación del alma.


Se queda pensativo, absorto, lejano. ¿Habrá tomado nota?


(El hombre filósofoes una fotografía de Ivan Cap)


martes, 28 de noviembre de 2006






El hombre de los relatos bélicos




Día
festivo del verano del cincuenta y tantos, paseando por la pequeña
ciudad católica y rural del Norte. Toda una escena familiar de punta en
blanco. Ellos, de vacaciones, inclusive el hombre, desplazado desde su
ciudad mesetaria, en un ocasional permiso de todos sus empleos y
pluriempleos. El paisaje, la tranquilidad viaria y el arbolado todavía
existían, hoy guardados celosa y sentimentalmente en el recuerdo, porque
el progreso, los tiempos o el mercado, o todos a la vez, los hicieron
desaparecer. En los atardeceres, al frescor de la huerta familiar, este
padre relataba a los suyos episodios de la guerra civil, aún tan cercana
en la memoria y en los silencios. Había formado parte obligadamente del
ejército -que no del bando- de los vencedores. Incluso había pagado un
precio en su propia carne. Nos encandilaba a los chicos con los relatos
sobre sus desplazamientos de frente en frente de batalla. Sus miles de
quilómetros andados a pie. Sus experiencias de piojos, de hacinamiento
en las trincheras o durmiendo con los muertos que la carnicería iba
dejando al lado. Sus escapadas del frente. Sus harturas morales y sus
hambrunas biológicas. Hubiera hecho un buen papel como relator o
reportero de prensa. La memoria excepcional le hacía dibujar con pelos y
señales escenas, localidades, personajes y parapetos. Los que por
entonces empezábamos a conocer las mediocres y repetitivas aventuras de
Roberto Alcázar y Pedrín, y casi a punto de las Hazañas Bélicas, las
narraciones orales del hombre tranquilo ponía el toque fresco y
auténtico de realidad al concepto de la guerra como algo épico y de
ficción. Y despertaba una pizca de alarma sobre lo terrible de un
conflicto civil armado que entonces, ni por edad ni por ubicación
social, era impensable que hubiéramos podido distinguir en sus
proporciones. El anecdotario era ágil, prolijo, colorista, divertido y
emocionante, interrumpido por preguntas siempre exigentes y desvariadas
del círculo de los elegidos. La noche iba cayendo y lo extremadamente
curioso es que este hombre nunca se refería al enemigo con tono
despectivo, falto de escrúpulos o ignominioso. Al contrario, te hacía
ver a ese enemigo como el otro lado del vecindario, el otro equipo con
el que se juega un partido, el discrepante. El hombre huyó siempre de
consideraciones banderistas o degradantes sobre los otros españoles con
los que se intercambió tiros a ciegas sin ningún entusiasmo. En aquel
momento yo no lo advertía; o mejor dicho, no advertía su dimensión. Hoy
se le agradezco inmensamente.






Fuga




a hora tan temprana moría el día, y yo perdiéndome entre aquel distante punto de luz...




domingo, 26 de noviembre de 2006






Urizen



Pero Urizen, hundido en un sueño pétreo,
yacía disgregado, arrancado de la eternidad.

Los eternos dijeron: "¿Qué es esto? La muerte.
Urizen no es más que un trozo de barro".

Ha
vuelto de ver esta tarde al hombre anciano. Se lo ha encontrado frágil,
huesudo, inconsistente. Los días y las noches empiezan a no tener
sentido para ese hombre de edad infinita arrojado durante horas y horas
en una cama. Desorientación. Él ha levantado la persiana. El sol del
membrillo, quebradizo. La luz, en la antesala del crepúsculo, coloreaba
de amarillo las fachadas. Las nubes, espesas y de un tono de acero,
biselaban los edificios. Él se lo ha venido a recordar al hombre viejo. ¿Te acuerdas, le ha dicho, cuando me llevabas de paseo aquellas tardes frías de domingo de mi infancia? El hombre anciano ha callado. Él ha continuado. Sí.
Cuando salíamos pronto, después de comer y nos llegábamos hasta la
estación del ferrocarril. Y tú me explicabas de qué se componía la
estación, las taquillas, la oficina de los factores, la lampistería, la
rotonda de cambio de sentido de las máquinas. Y por qué raíles
circulaban los trenes. Y de pronto, ante un pitido próximo y potente,
permanecíamos quietos, separándonos de las vías, presenciando la entrada
majestuosa y enérgica de los grandes convoyes o de los mercancías. Y me
mostrabas cómo se cargaban las locomotoras de agua, y cómo llenaban de
carbón los fogoneros la barriga de la gran máquina, y cómo hervía el
agua de la caldera, y cómo pasaba un empleado golpeando los ejes de los
vagones con unos martillos, y tras todo ese ritual necesario que se
tomaba su tiempo, cómo el jefe de estación se encaminaba hasta la
vanguardia del tren y tocaba el pito y levantaba el banderín de rigor
dándole la salida
. El hombre anciano ha seguido callando. Ha
mascullado algo tan flojo que él no ha entendido. Ha seguido mirando
desde la cama la luz mezclada de la tarde sin sentido. Y me gustaba
ver cómo te encontrabas con amigos, y hablabais como entendidos sobre el
retraso del próximo tren por causa de una avería, o porque las nieves
del Norte habían demorado la salida de un expreso, o de las deficiencias
técnicas de la autoridad del ferrocarril. Me gustaba sentirme inmerso
en un oficio que el niño hacía suyo.
Ha visto que los ojos del
anciano brillaban más que de costumbre. Paralización. Es un hombre duro
que se va acabando poco a poco. Y con todo, ha proseguido él,
lo que más me llamaba la atención era lo que había de misterioso en el
trazado rectilíneo, sin final, de las vías. ¿A dónde llevarían? ¿Qué
paisajes, qué pueblos, qué metrópolis, qué noches y qué días se
contemplarían más allá de aquella dirección ambivalente y sin elección
norte-sur que roturaba nuestra ciudad?
El viejo ha cerrado por un
momento los ojos. Ha asentido indefinidamente con un gesto de su cabeza.
Es una roca. Al abrir los párpados los ojos tenían un matiz cristalino.
Ahora él sabe que también es de barro. Las horas han borrado
imperceptiblemente los colores de la tarde.



(Los versos iniciales y el grabado pertenecen a la plancha 7 del Libro de Urizen, del escritor y pintor inglés William Blake)





El Ejército Negro


Vuelve
el Ejército Negro. Pero, ¿se fue alguna vez? La foto es antigua, pero
no del todo caduca. Evidentemente, hoy no van así, visten clergyman
(¿alguien recuerda el término posconciliar?), de gris o de civil normal y
desapercibido. Aunque estos soldados del Ejército Negro siempre tienen
una impronta especial: sus caras lucen una sonrisa pseudoseráfica (que
con frecuencia se torna mefistofélica), sus manos delicadas recitan, su
porte de seguridad amedrenta aún en ocasiones, sus modales aparentes
exhiben con frecuencia una pretendida influencia y reconocimiento
público.


La imagen exterior y
callejera de antaño hoy ya no vende. Sólo queda para las altas
instancias, es decir, para las jerarquías y sus liturgias. Hoy prefieren
que el negro sea la tinta de su prensa, de sus ondas radiofónicas, de
sus colegios privados, de sus asociaciones integristas, de su larga mano
de la Obra o de sus conferencias episcopales. Pero lo negro persiste.
Porque ya se sabe que el negro no es sólo un color, es una acepción.
Cuando se hablaba de la España Negra, por ejemplo, no se podía disociar
el atraso del país de la influencia secular de los ungidos por el Señor.
El término "negro" va unido a la oscuridad. Siguen siendo, por mucho
que se las den de modernos, ese lado oscuro de la vida. Porque siguen
sintiéndose dominados por el miedo. El miedo a la libertad de
pensamiento, a la organización civil laica, a la creatividad abierta y
al avance y aplicación de la ciencia en la sociedad. Ah, y el miedo a
perder sus prebendas. Porque en España las siguen teniendo, y abundantes
y seguras.




El
Ejército Negro se rearma. ¿Se había desarmado alguna vez? Su poder e
influencia se han transformado. Su brazo armado (la Inquisición) dejó de
existir hace tiempo, pero no su acción punitiva (el franquismo lo
prueba) Aquél se ha readaptado y respecto a su brazo secular de defensa,
¿qué mejor instrumento que el partido de la derecha española que gane
unas elecciones y que les proteja más? Pero incluso esto es efímero, no
se fíen. Por eso se apuntan a mil y una manifestaciones conservadoras,
por eso pontifican y concluyen documentos que nadie lee aseverando
presuntuosamente sobre su modelo de sociedad.




Pero,
¿qué otras armas espirituales poseen? Si tales existieran serían dignos
de admiración. ¿La fe, la virtud, la ética, la solidaridad, el sentido
de la justicia...? Su fe no va más allá de un vulgar sofisma elevado a
la mediocre e inútil categoría del dogma. Sus virtudes quedan en sopa de
letras ante sus vicios, principalmente el ansia de poder. Su moral es
un refrito de difícil o imposible adaptación a los tiempos, donde su
obsesión enfermiza por la sexualidad, por ejemplo, obnubila sus propias
directrices hasta el extremo de impedir poner remedio a la extensión del
Sida en África. La solidaridad no deja de ser una variante de
vocabulario de la manoseada caridad cristiana que nunca arriesga el
verdadero reparto de las riquezas. Y su supuesto sentido de la justicia
es tan abstracto como impropio, incapaz de cuestionar el sistema, y
siempre colisionando con el que la sociedad civil trata de afianzar con
su propia capacidad electiva.


A mi me gustaría simplemente que se perdieran en su soledad.



Su
bagaje, mucho me temo, sigue siendo al fin y al cabo su complejo de
casta. Y como les ocurre a todas las castas religiosas que en el mundo
han sido, se fundamenta en tratar de que la realidad exterior -amplia,
compleja y que tiene sus propias leyes- tiene que ser como a ellos se
les antoja. Justificar todo en pleno siglo veintiuno en una visión
pesimista sobre la especie humana, en la culpabilización de ésta y en la
falta de consideración a las sociedades democráticas me parece
francamente negro. Y yo no les voy a corregir más la plana. Son
mayorcitos en edad, pero a mi me parecen infinitamente enanos en su
capacidad de pensamiento.








Greta




Me salta a la cara un aforismo de Wallace Stevens...


"La
poesía debe ser algo más que una concepción de la mente. Debe ser una
revelación de la naturaleza. Las concepciones son artificiales. Las
percepciones son esenciales."




Permanezco
mudo. Me da en pensar. No pienso. Miro hacia atrás. No miro.
Sencillamente, me abstraigo. Me quedo contemplando a Greta...



miércoles, 22 de noviembre de 2006






La mujer varada



Cuando las olas se retiraron
yo no era más que un cuerpo de arena,
un promontorio de sueño
mirando la marea ciega de la noche.
Sentí que me esculpía
una remota lluvia.
Desde el océano convulso
traía el viento ráfagas de espuma
para adornar mis sienes.
Luego la obscuridad modeló el instante
en que la materia se resquebraja
bajo la superficie de lo aparente.
Las sombras que difuminan mis contornos
hablan de mi conversión en animal marino.

Hasta mi llega una caracola:
se escuchan los cantos ancestrales
de diestras hilanderas náuticas
tejiendo las redes de mi cuerpo.

Me abandono al clamor de sus epopeyas
con el orgullo de una despechada.
Mi paisaje es mi fuga.
Varada en una playa núbil.



(Sobre una imagen del fotógrafo griego Manolis Tsantakis)


martes, 21 de noviembre de 2006






El pie de arena



Entre
la neblina del amanecer, el paseo del hombre por la playa. Viene de
levante una brisa fría. La humedad le atraviesa la ropa, se la clava a
la piel. De pronto se la ha encontrado allí. Se ha agachado, la
contempla. Recorre con el dedo su silueta, mientras excava el borde del
contorno, dando el aspecto de elevarlo suavemente. Después, se sienta
junto a ese pie menudo y enternecedor. Observa la pequeñez del talón, su
redondez, y luego admira cómo crece en uve hacia el acantilado que
forma los reducidos dedos, distendiéndose en sentido opuesto. La huella
se expande y progresa, formando una plataforma ligera. Le parece que
adquiere la forma de un instrumento musical que apetece sonar. La palpa,
masajea con la palma abierta de su mano su superficie oceánica. Quiere
introducir sus dedos entre los dedos adheridos de ese pie de sorpresa.
Vacila. Los ve resistentes, compactos, dibujando una armonía que no se
atreve a alterar. Quiere envolverlos en vida, trasladarles un estímulo;
lo intenta. Un roce superficial y el pie empieza a gemir. Le recuerda
los tenues vagidos de un recién nacido. Se pregunta si no será el avance
de un pequeño golem que va a surgir de los fondos marinos. El pie ha
empezado a adquirir consistencia y se deja aproximar a la calidez de sus
manos. El hombre se desborda en un impulso: desciende y lo besa; más,
lame su perfil arenoso y le sabe a carne. Hay una urdimbre tan cálida en
esos dedos que el hombre apenas advierte que se están hendiendo entre
sus labios. Que se mueven en su boca. El pie despierta sus sentidos, le
vuelve lúdico. El hombre se alza de golpe, pero pierde el equilibrio. Ha
querido bailar sobre el pie de arena, intentando poner su pie derecho
primero, luego su pie izquierdo, pero pierde su eje. El pie de la arena
es más poderoso, más resistente. Puede parecer efímero, y tal vez lo
sea, porque esa condición de existir sin soportar la gravedad y el peso
de la vida que transcurre le concede fuerza, imagen, valor. Qué más
pedir, ese pie de arena jamás padecerá gota, ni esguinces, ni tendrá que
calzar estructuras que lo ocultarán y que le torturarán. No tendrá
tampoco que sentirse base de seres atormentados o ridículos. El hombre
piensa en lo irresponsable que se porta su cuerpo. No se tiene apenas,
tal parece que el pie de arena se hubiera llevado con el beso su fuerza y
su carácter. El hombre, retorcido sobre la playa, se siente inútil. Se
apoya en sus brazos mientras el cambio de marea le empieza a humedecer
el costado de espuma. Mira sus manos, de ordinario tan útiles, tan
simbólicas. Todo el mundo utiliza las manos, ¿no? En posiciones abiertas
o cerradas o gesticulantes, la gente las usa como herramienta pero
también como representación. Pero ahora no le sirven demasiado. O sí.
Tal vez su destino es seguir arrojado en aquella playa, empeñado en la
tarea de dar vida a huellas dispersas. Se conmueve con dulzura mientras
admira la huella. Ha puesto su mano derecha sobre el pie de arena y ha
entrelazado sus dedos. El mar le trae una canción lejana.








lunes, 20 de noviembre de 2006






Tocando los objetos



Hay
días en que te da por tocarlo todo. Días en que entras en la vieja
mansión y lo tocas todo con los ojos. Y lo miras todo con los dedos.
Vas
tocando con los talones la gastada tarima que cruje bajo tus pies, y
hasta modificas el paso, para que el sonido sea otro tacto, para que las
tablas que se hunden ligeramente se dejen sentir con tu peso. Y te
escuchas, y oyes otros pasos; y no hay nadie.
Arrastras
el envés de la mano en una caricia horizontal a lo largo del friso del
salón grande, percibiendo el estuco que se ha ido desgastando por las
inclemencias de la soledad. Y la cal te impregna y tú la degustas, como
entonces.
Deslizas
tu índice a lo largo del aparador adornado de polvo y te entretienes
pellizcando la redondez de su canto. Has pasado un pañuelo por el
cristal de la caja del reloj sujeto en la pared, abres su puertecita
quejumbrosa, y totiqueas las manecillas sagitarias que ahora habitan
mudas. Las sientes frías, insensibles; y no te resistes a la trastada
imposible de cambiar la hora. La biblioteca ya no es ni la sombra de lo
que era; permanece la marca de los libros, y sólo algunos ejemplares que
no debieron interesar a los saqueadores de la familia se desparraman
por los anaqueles. No puedes aguantarte la tentación de palparlos, más
que de leer sus títulos; te deleitas haciendo un recorrido rectangular
por todos los lados de la encuadernación. Entras en la cocina y abres
una vieja alacena donde aún encuentras los restos del menaje. Un almirez
de bronce, un molinillo de café con una ruedas de engranaje fluidas,
una torre de cazuelas abolladas, un candil con cuatro brazos semejante
al que has visto en una edición del Quijote ilustrada por Doré; pero
sólo te concentras en el mortero reluciente, decorado con unos temas
mitológicos. Lo cubres con ambas manos, lo rodeas como si fuera una
esfera armilar que te fuera a dar la ubicación de los cuerpos celestes.
Hundes en su costado el calor de tus palmas acuencadas y él te devuelve
su textura glacial; ya no está ahí la mujer joven que te cogía las manos
y las mantenía entre las suyas, tal como tú pretendes ahora. Las
pinturas de los cuartos están oscurecidas y muestran heridas
considerables. Pero absorbes sus colores contradictorios -marinos,
verdosos, rosáceos- que diferenciaban los dormitorios de unos y de
otros, tal como lo hacías en tu juventud. Te has sentado en un jergón
metálico y has jugueteado con uno de los pomos que remataban el
cabecero. Cuando has abierto los cuarterones del amplio ventanal no los
has soltado, ni tus dedos han cesado de tamborilear sobre ellos; tu
mirada se ha escapado al horizonte de hace cuarenta, cincuenta años
atrás, y donde hoy la mudanza exhibe todo yermo; peor, irreconocible
entre trazados de asflato.


Has
respirado profundamente. Cada tocamiento ha sido una recuperación. Cada
sujeción, una descarga melancólica. Cada caricia a los objetos, una
navegación por la memoria. Recuerdas de pronto lo que te dijo Alejandra,
la vecina escribiente, poco antes de que volviera a América, en aquella
ocasión en que te vio toquiteando por aquí y por allá: hay que aprender a tocar los objetos, te dijo, a acariciarlos como quien conoce largamente sus secretos...


Y tú has vuelto a aprender, tal como te aconsejó la Pizarnik.





















(Las pinturas son de Luis Quintanilla)


domingo, 19 de noviembre de 2006






Good nigth, Sísifo!



Ha leído esta tarde en Camus: “Sísifo
es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento.
Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por
la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se
dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones
de esta tierra.”
Se ha dejado caer, paralizado. Tanta luz
le deslumbra. Y sin embargo, es su luz. Se había quedado siempre con la
parte técnica, la imagen en que el condenado para la eternidad sube con
la piedra a lo alto de la montaña, la arroja y desciende para repetir la
operación. Sabía de la astucia de Sísifo, sabía de su desafío a los
dioses, sabía de su reto a la muerte, sabía de la puesta a prueba del
amor de su esposa, sabía de su condena monótona e imperecedera, pero ¿lo
del héroe absurdo?


Y
sin embargo, vuelve a pensar en el condenado. ¿Sirve para algo la
tarea, salvo para que quede constancia del castigo divino? ¿Cómo se
siente el héroe absurdo ejecutando un esfuerzo sin fin? Si el triunfo de
la sentencia despótica es irreversible, ¿no es un héroe sin esperanza? Y
si no le queda esperanza, ¿qué le queda? ¿Conciencia, como dice Camus? “En
cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a
poco en las guaridas de los dioses, Sísifo es superior a su destino, es
más fuerte que la roca.”
Mas, ¿para qué le sirve?


En
años pasados ya lejanos ha venido escuchando con entusiasmo la palabra
conciencia, al menos en la misma medida que anteriormente oyó pronunciar
con fanatismo el vocablo fe. Hoy se vive un momento extraño en que
nunca habitaron tantas palabras, pero que tal pareciera que fueran pasto
de su vaciedad. Tal vez por ello, los mitos griegos no suelen
trasladarse a la comprensión de la vida cotidiana, como si los
arquetipos hubieran quedado colgados en el armario de la literatura y de
la filosofía muertas. Pero él necesita una explicación. Necesita
traducciones simultáneas en que el arcaico panorama mitológico le aporte
imágenes.



La
conciencia. Al fin, ¿somos sólo esto? Asalariados varias veces
engañados: por la plusvalía no obtenida, por el modelo de consumo que se
vende religiosamente, por el destino eternamente incierto, por la
asunción idílica y tal vez irresponsable de formas de vida marcadas.
Pero si no te das cuenta, si no lo cuestionas, si no lo mides, no pasa
nada. El que no piensa, no sufre. Es en el momento preciso en que te da
en reflexionar sobre sus contradicciones, en que lo relativizas, en que
lo desacralizas, es en ese instante cuando se torna trágico. ¿Será ésa
la conciencia?


“Sigo
imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al
comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado
fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace
demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del
hombre: es la victoria de la roca, la roca misma”





Se
sabe ante la misma labor de todos los días. El objetivo de ganarse el
pan, de mantener un estilo de vida, de economizar unas relaciones
familiares, de dejarse llevar, simplemente, para no perder
reconocimiento y quedarse fuera de juego...aspectos técnicos, que él
diría. Repitiendo gestos y esfuerzos y frustraciones hasta que el cuerpo
aguante o pase a ese estado de bienaventuranza llamada pensión. Y en
esa rueda de la fortuna o del infortunio, según lo mire él, se debate
entre el ansia de felicidad imposible y el absurdo de lo inalcanzable.
Está muy cansado, y Camus no le salva, aunque le resulte contundente: “Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en que su destino le pertenece. Su roca es su cosa”
¿Qué puerta del destino estará abierta para los hombres rebeldes, no
sólo los absurdos que dicen sí, sino también y sobre todo para los
irreductibles que dicen no?, se pregunta.


Mientras se queda pensando, escucha a Cecilia Bartoli entonando el aria Agitata da dua venti, de la ópera La Griselda,
de Vivaldi, y se deja arrastrar quedamente por un entusiasmo hacia la
noche en que seguirá siendo Sísifo. Al mirar la fotografía de Salgado,
se le ocurre tontamente que h
ay otros Sísifos que lo tienen peor.





(El Sísifo superior es obra del pintor polaco Marek Zulawski; el Sísifo en multitud es tomado de la realidad por el fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado)







Otra noche



Otra
noche, de nuevo. Del día te separa una luz ausente. Dónde la serenidad.
La mirada se abre de golpe. Los ojos se abandonan a la obscuridad y lo
ven todo. El cuerpo se llena de relámpagos. Los colores mordisquean los
músculos. Transfiguración de la piel.
Un
recorrido en plenilunio inquieto. Tírate, estírate, diluye los huesos,
deja de respirar. Envuélvete como planta trepadora que cae desde el
alféizar. Crucifícate arrojado a tinieblas sin geometrías. Abre la boca
al viento que penetra por la ventana. Estás degustando su gelidez.
Distorsiana tus piernas. Cubica tu sexo en el alfabeto inútil.
Contorsiona tus brazos. Esas manos abiertas se contraen y se vocean de
un extremo a otro de tu mismo suelo. Estás sobre ti mismo. Te sientes
bajo ti mismo. No sabes si entras o sales. Un rayo traslúcido te taja.
Eres todo chillido. Caes. Todo calla. Eres lo que no eres.



(Acompaña a la noche una pintura del artista polaco Marek Zulawski)


sábado, 18 de noviembre de 2006






Nuevo día


De nuevo otro día: sólo nos separa de ayer una persiana. Y la expectación tenue de una mirada perdida.


jueves, 16 de noviembre de 2006






Las últimas manos



Ha
contemplado las últimas manos. Ni rastro de las que un día sujetaron la
fuerza de un trabajo. Ni huella de las lentas caricias sobre un cuerpo.
Ni noticia de lejanos mensajes que enviara. Ni pálpito de aquellas que
volcaran unos pechos de leche sobre unos labios tiernos. Ni memoria de
lentos ejercicios de zurcidos nocturnos. Ni sueño de unas palmas
abiertas al placer olvidado. Un día debieron ser, se deduce. Uno ni
imagina la milmillonésima acción con esas manos. Se intuye la infinita
capacidad de movimientos. Se vislumbran las apreturas, los agarres, los
apretones, los asimientos, los consejos, los restregones, los vapuleos,
los cosquilleos, los troceamientos, las cortaduras, los
despellejamientos, los sabañones.
Hoy descansan sobre un regazo marchito de los largos sinsabores del olvido.
Ni
el más sabio ni el más osado ni el más triunfador ni el más portentoso
está al margen de contemplarse en las últimas manos. Oración: manos
nuestras que estáis en el cuerpo...


Recordando
la vida que se va yendo, echa mano (qué expresión tan lúcida como
dimensionada)de cierto poema de Konstantino Kavafis, poeta griego de
Alejandría:


El envejecimiento de mi cuerpo y su apariencia
son heridas de terrible puñal.
Resignación no tengo.
A ti recurro oh Arte de la Poesía,
pues algo sabes de remedios;
tentativas de envolver el dolor en la Imaginación y la Palabra.
Son heridas de terrible puñal.
Ahora tráeme oh Arte de la Poesía
tus consuelos para que -aunque sólo sea por un instante- no perciba la herida.


(Melancolía de Jasón hijo de Cleandro, poeta de Komagene)





miércoles, 15 de noviembre de 2006






La salvación de Wang-Fô


¿Cómo
nos salvaremos? Para saberlo, viene bien leer el cuento de Marguerite
Yourcenar. Porque Wang-Fô, el pintor chino, del que se decía que nadie como él pintaba tan bien las montañas saliendo de la niebla, por ejemplo, o las olas del océano,
no era un pintor del estricto bucolismo o de la naturaleza inocente. O
si lo era, no podía imaginar las repercusiones que sus obras podían
tener. Y cuando las pinturas de un genio como Wang-Fô, que eran tan
vivas al menos como la realidad misma, representaban a un caballo, éste tenía que ser dibujado sujeto de las riendas porque si no podía escapar al galope del cuadro.
Y sin embargo, este pintor humilde y sencillo, del que el cuento narra que hubiera
podido ser rico, pero le gustaba más regalar que vender, y que
distribuía sus pinturas entre las personas que las apreciaban en su
justo valor, o bien las trocaba por un tazón de comida
, este bueno
de Wang-Fô también se encontró con la desgracia a instancias, en este
caso, nada menos que del Emperador de Han, la antigua China.

No
es fácil sospechar que una obra bella, bien hecha y llena de elementos
poéticos, pueda ser causa de insatisfacción e infelicidad. Y sin
embargo, sucede. ¿Cuándo? Cuando la obra misma lleva a suplantar la idea
que se tiene de la realidad en la mente del contemplador. El joven
emperador chino había sido educado en un palacio cerrado a la realidad
exterior. Y el palacio, decorado con las pinturas mágicas de Wang-Fô,
habían transmitido al joven una percepción de lo real tan sublime y
perfecta que el joven alevín de emperador tomó como la única realidad.
Sin embargo, cuando al fin, ya adulto en ciernes, pudo salir más allá de
los muros del palacio se llevó la decepción más absoluta. Y lo describe
así:


A
los dieciséis años vi abrir las puertas que me separaban del mundo:
subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos
bellas que las de tus crepúsculos. Mandé que me trajeran una litera:
sacudido por unos caminos cuyo barro y piedras no había yo previsto,
recorrí las provincias del Imperio sin encontrar tus jardines llenos de
mujeres semejantes a las flores, ni tus bosques repletos de antílopes y
pájaros. Los guijarros de las orillas me hicieron aborrecer los océanos;
la fealdad de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales y
la risa soez de los soldados me da náuseas.
Y este argumento fue la maldición para el viejo pintor. Y la condena.


Sin
embargo, siempre hay un precio por la vida. Como hay un reconocimiento
por la creación. Una antigua obra inacabada que el Emperador desea que
sea terminada, le va a permitir a Wang-Fô la salvación. ¿Cómo? No lo
digo. Hay una apuesta mágica del cuento que transmite que lo más
importante es nada menos que la inmersión en la obra genial, la que se
distancia de la falsedad y valora la obra bien hecha, la que está
impregnada del sentido de la belleza y la libera del valor del mercado.


Sin
ser un típico cuento expresamente moral está absolutamente preñado de
ética, como es costumbre en toda la filosofía oriental. Y Marguerite
Yourcenar ha sabido pintarlo con todo su encanto. Yo, al menos, llevo
dos días releyéndolo, y tratando de encontrar el resto de sus Cuentos Orientales.


(El dibujo de Wang-Fô y el Emperador de Han es de Georges Lemoine, de la edición en Editorial Gadir de Cómo se salvó Wang-Fô; en la foto de abajo, Marguerite Yourcenar y su sonrisa dulce)










martes, 14 de noviembre de 2006


domingo, 12 de noviembre de 2006






Minotauro en azul



Minotauro
yace herido de muerte, como antes yaciera y muriera de amor. No tenía
escape. Vivir en el laberinto sólo es llevadero si se espera ser
redimido algún día. Ni seducir muchachos ni doncellas, ni derrotar a
osados salvadores le liberaba. Ni siquiera el eco de su ferocidad
impactando en los confines del reino de Minos. Era el precio de su
supervivencia, su condición, su destino. No sabía ni podía hacer otra
cosa, tal vez, condenado como estaba a la ocultación. Teseo redimió al
minotauro, probablemente como un acontecimiento anunciado,
infringiéndole la muerte. Y como cuenta Borges al final de su relato La
casa de Asterion, según confía Teseo a Ariadna el minotauro apenas se
defendió.


Si
no fuera por Picasso, no resultaría tan atractivo el mito, ni tan
simpática la figura del monstruo. Probablemente, ese tratamiento
especialísimo fuera debido a que el pintor encontraba en mayor o menor
medida su alterego en el personaje mítico. Su dedicación exhaustiva al
tema sirvió para que conozcamos una buena colección de representaciones
del minotauro, a cual más fascinantes.


Una
biblioteca tiene también mucho de laberinto. Creo que cada vez es más
el Laberinto. No sé si los libros, como las infinitas calles del
laberinto, conducen a salida alguna o si sólo sirven para deambular por
la vida y sortearla. Leer es hacerla guiños, echarla pulsos, conjurarla.
En momentos en que el lector se apasiona, cuando uno sabe que descubre
algo nuevo aunque el texto sea viejo, incluso aunque ya lo hubiera leído
antes, cuando uno sabe que toca lo bueno y hasta lo asombroso, en
instantes así el lector se siente el minotauro que ruge dentro del
laberinto. No se sacia, y ansía que
le vaya deslumbrando más sorpresa allá dentro.


Dicen
que la lectura abre puertas, salidas. No estoy tan seguro: las puertas
de la lectura conducen a nuevas habitaciones, y éstas a otras.
Indefinidamente. Vivir entre lecturas ratifica el laberinto de la
existencia. Puede que leer no salve, pero compensa con creces el
extravío.






El revés y el derecho


Su
cuerpo se ha recuperado algo esta noche. El agotamiento de ayer fue la
consecuencia del cansancio de los últimos días. El cerebro se agota a
veces más de lo debido, y traslada su pesadez al resto del organismo.
Con frecuencia el hombre respira más hondo que de costumbre, suspira por
sorpresa, se le caen los brazos y las piernas sin que nadie lo advierta
o se detiene con la habitación de la memoria en blanco. Entonces desea
oler una flor aromática, escuchar el silencio del viento o tocar la
hierba con la palma abierta de su mano.



Su
entrega al sueño ha sido su sometimiento incondicional a los sueños.
Ese viaje nocturno ha ventilado su mente, ha oxigenado su sangre, ha
distendido sus músculos. Allí él ha jugado con la hierba, un aire lejano
le ha ofrecio una melodía, el olor de la flor perdura en su recuerdo
desde la noche. Ha tomado un librito de Camus y en el relato titulado El revés y el derecho lee, por ejemplo:


"...Puedo
decir, yo lo diré ahora mismo, que lo que importa es ser humano y
sencillo. No, lo que importa es ser verdadero. Y entonces todo se da en
ello naturalmente: la humanidad y la sencillez. ¿Y cuándo, pues, soy más
vervdadero que cuando soy del mundo? Me siento colmado antes de haber
deseado. La eternidad está ahí y yo la esperaba. Lo que ahora deseo ya
no es ser feliz, sino tan sólo ser consciente.


Un
hombre contempla su tumba y el otro la cava: ¿cómo separarlos? ¿Los
hombres y su absurdo? Pero he aquí la sonrisa del cielo. La luz se
hincha y pronto será verano. Pero he aquí los ojos y la voz de aquellos a
quienes hay que amar. Me aferro al mundo con todas mis fuerzas, a los
hombres, con toda mi piedad y mi reconocimiento. Entre este derecho y
este revés del mundo, no quiero elegir, no me gusta que se elija. La
gente no quiere que uno sea lúcido e irónico. Dice: Esto demuestra que
usted no es bueno. No veo la relación. Verdad es que si oigo decir a
alguien que él es inmoralista, traduzco que tiene necesidad de imponerse
una moral; que desprecia la inteligencia, me da a entender que no puede
soportar sus dudas. Pero es que no me gusta que se hagan trampas. El
mayor valor consiste en mantener los ojos abiertos a la luz, así como a
la muerte..."


El
hombre se ha quedado mirando un horizonte ocupado por colores,
geometrías y ruidos. Pero no los ve. Sólo ve el revés y el derecho
camusianos hirviendo sobre sí mismo.


(La foto superior, la del revés y el derecho, es de Michael Barnes; abajo Albert Camus en una imagen archiconocida)








viernes, 10 de noviembre de 2006






Los adoradores de la palabra


Parece
un grupo escultórico, pero no lo es. Son adoradores reales. La
geografía de la adoración es amplia. Viene de antiguo y persiste en
muchos corazones, que es la manera poética y condescendiente de decir de
las mentes que se resisten a evolucionar. Reviste formas variadas y
aparentemente complejas, tantas cuantas religiones, doctrinas, iglesias,
sectas, madrasas, escuelas, partidos o mercados abundan por el planeta.


Unas
adoraciones se dirigen a dioses improbados, otras a profetas
improbables, otras a figuraciones de la naturaleza que se sacralizan,
otras a formas de poder que se divinizan, otras al nada simple becerro
de oro. Lo que tienen en común es que todas, todas, son adoraciones de
la palabra. Utilizan la palabra para vincular, para trasladar, para
ordenar, para controlar, para dominar, para someter, para anular o
simplemente para el trueque. Lo que tienen de limitación es que el culto
y la adoración a su (atención: aquí cambia el artículo por el adjetivo
posesivo) palabra es siempre reducida, simplificada, obsoleta. Lo que no
parece que sirvan ya es para liberar, para razonar, para evolucionar.
Dicho de otra manera, es la utilización de la palabra a la defensiva.




¿Lo entendió así el artista Sergei Shutov en aquella creación titulada Abacus? Pude verla el último verano en la exposición Russia!
del Museo Guggenheim, y su montaje fue toda una sorpresa para mi. Nada
al uso. El público visitante, que se estaba saturando (sobrevolaba el
síndrome de Stendhal) con pintura que iba desde los iconos, pasando por
las copias rusas de todo lo habido y por haber sobre los estilos
modernos occidentales hasta las megalomanías del realismo socialista
(algunas con bastante kitch, desde luego) nunca vistas en España y
algunas cosas de la Glasnót, el público, digo, se estrellaba contra la
habitación misteriosa de Abacus. Y la escena, tan rompedora como
tétrica, le acababa espantando.


Un
conjunto de diez o doce figuras de orantes mecánicos cubiertos de
vestimentas negras se inclinaban continuamente en dirección a una Meca o
a un Vaticano o a un Muro de Lamentaciones por excelencia de estos
tiempos: una Gran Pantalla (¿un Gran Hermano?) donde desfilaba un texto
(¿acaso el mismo texto?) en diferentes alfabetos o caracteres, ya fueran
rúnicos, hebreos, chinos, árabes, latinos, cirílicos, etc. A su vez, en
aquella habitación oscura, como complemento se oían cánticos, que se
alternaban y tomaban el relevo, representativos de distintas religiones:
salmodias judías o musulmanas, gregorianos, rezos de monjes ortodoxos,
cantos budistas...




La
interpretación, como en todas las creaciones artísticas o perfomances,
siempre está abierta. ¿Se inclinaban los orantes ante un Principio?
¿Pretendía el artista vincular los rituales, por otra parte nada lejanos
unos de otros? ¿Trataba de decirnos que el secreto de las religiones se
mantiene por esa triple articulación de texto, canto y liturgia, eso
sí, siempre repetitivos y secuenciales? ¿O que la repetición abusiva y
formal de la palabra acaba diluyendo el contenido de la misma?


El
efecto estaba conseguido, sin duda. En un rincón adaptado
circunstancialmente el artista generaba un sincretismo casi real que te
hacía sentirlo, y a la vez repudiar. Para mi la emoción estuvo
asegurada. Donde la mayoría de los visitantes pasaba de largo, yo
percibía una especie de pathos que me seducía y me tiraba para atrás.
Entonces me di cuenta de que la palabra (el texto, el libro, el
discurso, el mensaje...) vale si se rebela, si crea, si genera otras
palabras, si descubre, si profundiza, si argumenta. No, desde luego, las
palabras de la exposición no eran mis palabras. Las que uno debe seguir
buscando, aunque no siempre se encuentren.




Uno recuerda unos versos de Octavio Paz, y comulga de sus conceptos...

"PALABRA, voz exacta

y sin embargo equívoca;

obscura y luminosa;

herida y fuente: espejo;

espejo y resplandor;

resplandor y puñal,

vivo puñal amado,

ya no puñal, sí mano suave: fruto"

(Las
dos fotografías del medio son sobre la obra Abacus de Shutov; la de
arriba a una obra de orantes de carne y hueso; el hombre de aquí al lado
es Sergei Shutov, nacido en Dresde en 1955)









jueves, 9 de noviembre de 2006






Infamia






INFAMIA. Se toma también por maldad o vileza grande en cualquier línea.


INFAME. Desacreditado, que ha perdido la honra y la reputación.
Significa también mui malo o vil en su línea.



(Diccionario de Autoridades, primer Diccionario de la RAE, año 1732)


¡Y si después de tántas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!

¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da!...
¡Y si después de tánta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!

¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena...
Entonces...¡Claro!...Entonces...¡ni palabra!

(César Vallejo, Poemas Humanos)







El espejo




dice Epicuro de Samos:

los sueños no poseen naturaleza divina ni poder adivinatorio, sino que se producen debido a un flujo de simulacros


martes, 7 de noviembre de 2006






La zarza ardiente





“...Y
apareciósele el ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de un
zarzal, y él miró y vio que el zarzal ardía en fuego, y el zarzal no se
consumía...”
(Éxodo, 3-2)


Se
ha quedado ausente, permanece atenta al postrero rumor, se han detenido
los últimos suspiros, se diluyen los vahos fijados sobre los cuerpos de
vidrio, mantiene la vista extraviada, retomando un aliento calmo,
normalizando la respiración, palpando la piel que se enfría lentamente,
ahuyentando el encrespado erizamiento, replegando sus pezones de acero,
se asienta el rostro anguloso, prende la tea de su cabellera, se relaja
la tau de sus facciones afiladas, los labios reblandecidos por los
últimos besos, la máscara curtida en batallas recelosas, toda su
facialidad se despliega orante y mistérica, mirada oblicua, caída sobre
los territorios del pensamiento profundo, apenas dispone un leve
ejercicio para salir de su encogimiento, se retrae para proyectarse,
abandona el impulso, dilata los músculos, se deja caer, se estira, se
destensa, baila una danza de desvinculación, mientras la mano oculta
sigue sin desasirse, esa palma que es poco a poco abandonada, apartada
por otra mano ajena que se va desprendiendo imperceptiblemente, porque
es la hora de desencontrarse, porque la luz del amanecer desnuda, porque
la quietud descubre un espacio yermo, porque el silencio despoja,
porque las miradas se han tornado níveas, porque las dudas se reencarnan
en la corporeidad acostumbrada y fatal, sus dedos largos acarician el
envés de su brazo, o acaso van en busca de los dedos aún no recuperados,
el contorno de su torso se remarca entre perfiles de sombras, allá
donde otras manos tantean ese límite en el que pugnan la oscuridad y el
destello mortecino, los huecos umbrosos se sosiegan desde lo más abismal
de sus secretos, la mujer de fuego ha desatado sus cabellos, surcos
flameantes donde germina el viento, cubre con su longitud el espacio
impenetrable de la soledad, desparrama los signos de su entrega por la
tierra baldía, ya no se ofrece, ya no es la víctima propiciatoria, ya no
debe ser entregada al precio de la redención de ningún hombre, se
enroca en su propio testimonio, flota indescifrable, está y no está




(La fotografía es de Man Ray; la cita procede de la Biblia del Oso, traducción de Casiodoro de Reina, editada en Basilea en 1.569)









lunes, 6 de noviembre de 2006






De héroes y mortales





ALFA. Los héroes griegos,
¿son seres ejemplares, que señalan el camino del triunfo, o son tipos
mediocres, que testimonian los fracasos y dan fe de la condición
limitada de la especie? ¿En qué reside la heroicidad? ¿En ejercer de
recaderos de las divinidades? ¿En poner algo del orden superior en el
mundo inferior? ¿En garantizar los atributos y virtudes que los dioses
no pueden asegurar entre los mortales, porque los dioses nunca bajan de
las alturas? Lo heroico no garantiza el triunfo. Lo heroico no autoasume
el fracaso. Lo heroico es un estado dinámico, caracterizado por el
riesgo, el reto y la disputa. Los triunfos de los héroes son siempre
pírricos, efímeros, circunstanciales. Hay una especie de condición de
ida y vuelta donde, con frecuencia, lo que parece un logro feliz se
torna una desdicha. Encarnan en este sentido el precio mismo de la vida,
la manifestación sometida a fuerzas alternas y opuestas. De los héroes
se asevera que destacan frente al común de los humanos. Que son los
intermediarios entre los dioses y los mortales. De los héroes se habla
cuando se relatan sus hazañas (a veces éstas son amañadas) De lo que se
deduce que lo importante no es el acontecimiento en sí, sino el relato
del acontecimiento. Lo que va a quedar no es la gestión a favor o en
contra de otros mortales, o el cometido llevado a buen puerto en nombre
de los dioses. Prueba de ello es que según han transcurrido siglos, la
tradición oral ofrece versiones variadas, diferentes e incluso
contradictorias. Las hazañas lo son más, exhiben mayor entidad, cuando
se encarnan en mensajes. Esa es la transcendencia de los episodios
heroicos para las generaciones venideras. No importa las dobleces y
desviaciones del argumento. El medio es el mensaje y éste es la gesta.
Ah,
se me olvidaba: los héroes a veces son recompensados por sus acciones.
Incluso pueden escalar y ser una especie de paradioses (No todos los
dioses están de acuerdo en beneficiar excesivamente a esta casta, no les
parecen suficientemente fiables, principalmente si se les propone un
poder no previsto)





BETA. Los héroes son mortales.
Pero hay mortales que no son héroes. Probablemente, la mayoría. Más
bien no son héroes porque no se les reconoce ese derecho de
primogenitura. Los mortales no han sido seleccionados. Los selectos son
precisamente los héroes. Entonces, los mortales, ¿de qué van? ¿De
inercia pura? ¿De accidente excremental de la naturaleza divina? ¿Son la
justificación de los demiurgos? ¿Osan ellos también alguna vez ser como
dioses? ¿Se aventuran a desafiar la voluntad de estos? ¿Arriesgan
cuestionar la autoridad olímpica? ¿Se sienten tentados a rebelarse
contra las leyes de las grandes familias que trazaron los destinos? ¿O
se conforman con habitar? Dícese que los mortales ocupan, atrapan y
rivalizan. ¿Sólo eso? ¿Obran conforme a los imperativos que los dioses
han previsto en su macroorden? Dícese también de los mortales que, por
su propia naturaleza, no pueden pretender más allá de sus confines. Que
esa restricción, decidida por los dioses, propicia la seguridad de
estos. Además, sus modelos directos no son los dioses, a los que nunca
conocerán, sino los héroes. (Los dioses han sabido crear cortafuegos,
con vistas a evitar dificultades que a los dioses más arcaicos no se les
hubiera ocurrido prever)



GAMMA.
Las cosas no son tan sencillas en las grandes alturas. Los dioses
siempre han sido arrojados seductores y desmesurados amantes. Las
descendencias han generado familias de todos los niveles en las esferas
olímpicas. Podría sospecharse incluso que hay también clases sociales
entre los dioses, lo cual resulta absurdo, porque los dioses no saben de
sociedades, y porque son seres únicos y absolutamente identitarios. No
obstante entre ellos hay atracciones, repulsiones, aproximaciones ,
intervenciones, desencuentros, disputas, mixtificaciones, divergencias,
robos, ocupaciones espaciales...y, consecuentemente, se producen
cesiones, premios, promesas, persecuciones, castigos, engaños,
violencias múltiples...Los dioses también se enzarzan, bien porque unos
tomen una iniciativa que perjudique a otros, bien porque otros tengan
que responder a las provocaciones de los unos. Curiosamente, hay muchos
familiares de dioses que además tratan de sacar de su esfera elementos
que beneficien a los mortales (Prometeo sabe de esto mucho) Hay, por lo
tanto, y en esto se ponen de acuerdo todos los autores y bastantes
embajadores, dioses rebeldes.




(continuará; las fotografías son de Ivan Cap)










domingo, 5 de noviembre de 2006






El laúd de Bagdad


Cómo
impregna la noche los acordes expresivos del laúd árabe. Qué sensación
dejarse arrebatar por sus tonos, sus melodías, sus escalas. ¿Lo habéis
intentado alguna vez? Lo que me llega son aromas, memorias, fantasías,
imágenes ancestrales desaparecidas de pueblos prósperos y, por qué no,
relatos de Las Mil y una Noches...
Hace mil cien años largos un extraordinario estudiante de música llamado Ziryab fue acogido por la corte del califa Harun al-Rashid de Bagdad
y se cuenta que causó tal impresión a éste que suscitó los celos de su
maestro y se vio obligado a escoger el camino de la diáspora. Tras
viajar por Siria, Egipto y otras ciudades del Norte de África, acabó
instalandóse en Córdoba para fortuna de la cultura andalusí.






Escuchar las composiciones y los modos (maqáms) de las manos de plata y con el espíritu entregado del joven intérprete iraquí Naseer Shamma
es un regalo para los sentidos. ¡Cuánto nos queda por conocer! Shamma
ha sugerido toda una trayectoria desde el Eúfrates hasta el Guadalquivir
(así se titula el disco que estoy escuchando) vinculando la herencia de
Ziryab con sus recreaciones. Temas de meditación, de tristeza,
de estética, de nostalgias mesopotámicas, de configuraciones
mitológicas, de simbologías cósmicas, de alegorías (del Discurso del Alma dice el mismo autor que "representa la infancia el alma y su empeño sublime por superar los momentos de cambio y dolor"), de descripciones sobre Ziryab y su entorno y, cómo no, del amor.


Entonces uno descubre la vieja sabiduría: cómo los maqáms
fueron formas de filosofía, cuyo instrumento no lo constituyó tanto la
palabra como la música. Una dimensión que proyecta nuestras fantasías a
través de un sinfín de modulaciones y tonos precisos. Un camino que
lleva a una absorción espiritual por parte del músico, que recuerda esa
entrega incondicional de los hombres del jazz. El soul de estos
nos resulta más familiar por ser un fenómeno más reciente en el tiempo y
más popularizado en Occidente, pero en absoluto los tocadores de laúd
árabes les van a la zaga.


Naseer
Shamma nos ofrece al final del disco con su espléndida voz unos versos
del genial poeta sevillano del siglo XII Abú Medyán:


"¡Oh corazón!, visitaste al amado y no se apaciguó esta pasión.

¡Qué maravillosa es para un corazón que se abrasa en la dicha!

Creció el amor alejándose la paciencia y al intentarlo ante la visita, se ocultó.

Las llamas del amor las avivó un jardín, y ante él la voluntad se liberó de la paciencia."






Impresionante: Naseer Shamma
ha inventado incluso un método de tocar el laúd con una sola mano,
pensando en los mutilados de la desgraciada e impuesta guerra de Irak.
Cuando se ven estas cosas, la capacidad de recuperación de la especie
humana emociona. Y uno desea mantener aún la esperanza.





sábado, 4 de noviembre de 2006






El hombre formado





















tras la lluvia incesante una leve claridad;
me acosté como náufrago exhausto
de la noche
a escuchar el sonido de los ríos descendiendo
por las entrañas de la playa;
su rumor me hipnotizó;
no vi llegar más nubes en legión;
allí quedé dormido
acariciado por los guijarros que besaron
con la pasión de todas sus aristas
y la calma de sus redondeces
todas mis pieles;
hasta tatuarlas...


(sobre foto del hamburgués Bill Brandt)


viernes, 3 de noviembre de 2006






Las otras muertes




Recuerdo los versos del poema que un íntimo escribió hace muchos años: Un hombre muere en mi cada vez que un hombre muere/ por la mano y la injusticia de otros hombres. Fue entonces la respuesta juvenil a un acto de sangre de manu iuridica,
podría decirse, tan común en España hasta hace treinta años. Llegóse al
pacto, pero la sangre siguió corriendo luego desde otras manos
milenaristas, y en nuestros días mostróse rediviva desde las garras
maritales. Siempre hay un motivo para la sangre, entre todos aquellos
que no quieren saber de los motivos para la vida.


El entorno mundial (cuando se castellaniza alegremente el vocablo anglosajón inglés global
parece que estamos quitando hierro, sial y sima a la dimensión y
profundidad de lo que es el planeta y las sociedades) no depara avances
superiores precisamente. Un simple vistazo a los periódicos, un veloz
zapping de telediarios y...y Palestina está ahí, Irak está ahí,
Chechenia está ahí, Darfur está ahí (por cierto, ¿quién y cuántos saben
dónde está Darfur?) ¿Dentro de poco Oaxaca estará ahí? Sí, están ahí.
¿Algunos creíais que están allí, lejos lejísimos e inalcanzables (nosotros)? Partes de una respuesta: 11-M, 11-S, cayucos, etc., por ejemplo.


Pero
cuando digamos muerte no pensemos sólo y automáticamente en la
inapelable, la categórica, la eximente. Pensemos en las otras: en la
falta de opción, en la ausencia de decisión, en el obligado
sometimiento, en el ineligible acatamiento, en la cruel resignación. Los
otros vocablos de la muerte. Los que más pronuncian las mujeres globales,
ah, perdón, las mujeres de cada rincón de la Tierra. Una pronunciación
con sonido a silencios, a llantos, a represiones, a desestimaciones.


Quietos:
yo soy de los que creo que esto no se puede decir de todas las
sociedades por igual. Que aunque el ángel exterminador se desplaza
etéreo y vengativo por cualquiera de los pueblos y ciudades más
recónditos, hay no obstante culturas más favorecidas (con harto esfuerzo
e iniciativa tras su historia anterior) y culturas donde aún tiene que
desarrollarse mucha contrastación, mucho debate, mucha resistencia,
mucha ruptura con leyes y tradiciones. Tomando en ello parte hombres y
mujeres, aunque tengan que tambalearse preceptos religiosos, ideológicos
e institucionales (pienso especialmente en el mundo islámico, cuya
cultura ha cabalgado paralela a otras y de la que, lo ignoremos o no,
también somos bastante herederos)

Después
de todo, tras las formas y los mecanismos instrumentales está siempre
el poder por el poder, y de los mismos que quieren mantener el poder.


En la fotografía de Rudolf Koppitz
veo a las mujeres tiroteadas hoy impunemente en Gaza por las
autoridades sionistas de Israel o a la última mujer asesinada por su pareja
(eufemismo) en cualquier pueblo o ciudad española, pero también a
Muazzez Ilmiye Cig, venerable mujer turca laica que ha sido exculpada
por un tribunal en el que la habían demandado los integristas islámicos
de su país por revelar sus investigaciones sobre el origen del velo
musulmán, o a Seyran Ates, abogada turcoalemana amenazada por el marido
de una mujer maltratada que había defendido, o a María Emilia Casas,
presidenta del Tribunal Constitucional español, recusada por el
incalificable partido de la oposición...Siempre las mismas intenciones,
las mismas manos, las mismas envidias...


(Los ejemplos están extraídos con simplemente abrir un periódico de cierto interés informativo; Rudolf Koppitz era un fotógrafo checo-austríaco, nada fácil de entender el nexo, pero entre 1884 y 1936 se entendían muchas cosas, o no)


jueves, 2 de noviembre de 2006






Elogio de la caligrafía




Majestuosamente
enquistada como una letra capitular, principia el párrafo y apacigua la
espera, alojada en la habitación simétrica y textual, asoma inhiesto el
quinqué en un punto del cabecero imantando un norte, blanqueando el
catre diminuto donde las sábanas apenas destapadas se tornan cuerpos
puros, el significado puede aguardar, ahora es sobre todo la forma
desplegándose con trazos afinados y disímiles, la espalda de nieve
absorbe la luz de la luna, el arco de un violín silencioso tensa una
superficie de cristal, se descubre una extensa resma de holandesa donde
escribir las caligrafías más bellas esa noche, la espina dorsal se
estira como una cuerda única que trazará las líneas y delimitará los
márgenes, límite de la armonía, pausado despliegue de vertientes
umbrosas, encuadre de levedad que reparte los volúmenes y apura los
espacios, cabalgan desde orientes indefinidos las letras de lejanos
alfabetos, indescifrable recitación en la que sólo la piel se impregnará
de tintas olorosas, desconocidas raíces segregando tonos y fijando
texturas, paciente descenso de las más arcaicas ornamentaciones, tiempo y
lenguaje en que los signos han de converger hasta erigir escalonados
mandalas de purificación y ritos, volátiles pinceles prestos a dibujar
arcanas representaciones donde los alfabetos se despojan, y al final un
vocablo intuído plasmará la huella...


(Fotografía del hamburgués Bill Brandt)


miércoles, 1 de noviembre de 2006






La renuncia



Mira
el crepitar de la hoguera, no hay fiesta no hay salto no hay ritual,
pero el fuego siempre es un símbolo oculto en las entrañas. Una figura
aterradora, desposeída a los dioses. Una densidad que burla cualquier
geometría. Una metáfora donde creación y consumación se miran cara a
cara. La bocanada del azar. El alma de la tierra. La herramienta de las
civilizaciones. La disolución de la materia. El hombre atormentado. Mira
la luz envuelta en cientos de colores inaprensibles. Se contempla en el
espejo intocable. Se ve y no se reconoce, líneas infinitas de luz donde
se hipnotiza. Para ser de nuevo tiene que arder del todo. Era la
opinión de la antigua sabiduría. Pero, ¿está garantizado el paso de la
frontera ígnea? Y más allá, si lo logra, ¿se trata de ser de nuevo o
sólo puede existir si ya es otro? Absorto en la llamarada creciente, la
distancia se abrevia. El tiempo y el espacio enfilan su conjunción. Él
se sabe prendido desde hace ya tanto. Magmático en su pasión, encendido
en su vehemencia, vivaz en su búsqueda, no distingue los ojos de la
hoguera, ni registra los pasos. De pronto permanece. Escucha un sonido
lejano. La voz de una canción, tal vez. Ha encontrado un remanso.
Atiende una propuesta por boca de Mark Strand, el poeta canadiense, aquel que escribiera la desbordante obra Sólo una canción. Y este remanso dice:



RENUNCIAS

RENUNCIO a mis ojos, que son huevos de vidrio.
Renuncio a mi lengua.
Renuncio a mi boca, que es el constante sueño de mi lengua.
Renuncio a mi cuello, que es la manga de mi voz.
Renuncio a mi voz, que es una manzana ardiendo.
Renuncio a mis pulmones, árboles que nunca han visto la luna.
Renuncio a mi olor, piedra lanzada a través de la lluvia.
Renuncio a mis manos, que son diez deseos.
Renuncio a mis brazos, que de todos modos querían dejarme.
Renuncio a mis piernas, amantes de una noche.
Renuncio a mis nalgas, que son lunas de la infancia.
Renuncio a mi pene, que alienta en voz baja a mis muslos.
Renuncio a mi ropa, murallas donde sopla el viento y renuncio al fantasma
que habita en ella.
Renuncio. Renuncio.
Y todo aquello te será negado porque estoy volviendo a empezar
nuevamente sin nada.




(Fotografías sobre una creación del artista norteamericano Bill Viola)







El vértigo de Burton



Esta
sensación de vértigo que nos embarga, ¿está más cerca de la vida o de
la muerte? Y entiéndaseme la pregunta en un sentido no literal, no
circunscrito a la magnitud filosófica de los dos acontecimientos
polares, sino a ese otro acontecer ordinario, a ese tránsito de las
aparentes menudencias que se manifiestan y pugnan con y por la vida pero
que se agotan retroactivamente en cada jornada que pasa. Esa impresión
de ritmos vitales precipitados, de ansiedad desmesurada, de urgencias
sinfín, de sucesión alocada de hechos, de desencadenamiento de factores,
de precipitación calamitosa de quehaceres, de acumulación de
compromisos, de resolución de problemas, de catalización de incidentes,
de asunción de obligaciones, de amontonamiento de dudas, de vaciamiento
de calma, de desbordamiento de incertidumbres, de soslayamiento de
obstáculos, de agitaciones recurrentes, de azuzamiento de mensajes, de
cascada de desafectos, de inquietudes vanas, de rupturas con la memoria,
de exigencias huecas, de quiebra de las palabras sensatas, de actitudes
robóticas, de desasosiegos inútiles, de ocupación de los espacios
físicos, de feroces envites competitivos, de avasallamiento sobre los
territorios personales, de

desbordamiento
de los objetos por los objetos, de las interferencias del ruido vacuo,
de desplazamientos de la aproximación, de acopio de ignorancias, esa
particular percepción en parte soñada en parte intuida en parte sufrida
que, aun comprobada individualmente es compartida por cuantos seres
humanos se alzan cada amanecer en aras a proseguir la inercia,
¿significa vida de creación o significa vida de desgaste? No he querido
en esta preguntar oponer a secas vida a muerte, porque los
complementarios nunca se oponen sino que se alternan, se sopesan, se
intercambian, se valoran, se estimulan y se reconstruyen, y además sería
categorizar y robar protagonismo a esa polaridad indiscutible de la
cual no se es ni se deja de ser, y por la cual, una vez manifestada, ni
se vive ni se deja de hacerlo. Nada hay de nuevo bajo el sol, salvo la
propia intensidad y las propias características de los tiempos. Ya el
erudito inglés Robert Burton constataba en 1621 el desasosiego de su época:

“¿Qué
es el mundo mismo? Un vasto caos, una confusión de modales, tan
variable como el aire, un manicomio, una tropa turbulenta llena de
impurezas, un mercado de espíritus vagantes, duendes, el teatro de la
hipocresía, una tienda de picardía y adulación, un aposento de
villanías, la escena de murmuraciones, la escuela del desvarío, la
academia del vicio; una guerra donde, quieras o no, debes luchar y
vencer o ser derrotado, en la que matas o te matan; en la que cada uno
está por su propia cuenta, por sus fines privados, resiste en su propia
custodia”


(Las pinturas que se acompañan son Metrópoli y Caín, del pintor expresionista alemán del siglo XX George Grosz)

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