Felipe II
(Valladolid, 1527 - El Escorial, 1598) Rey de España(1556-1598). A excepción del Sacro Imperio Germánico, cuya corona
cedió a Fernando I de Habsburgo, el rey y emperador Carlos V
legó todas las posesiones europeas y americanas que constituían
el Imperio español a su hijo Felipe II, que pasó a ser entonces
(como ya lo había sido su progenitor) el monarca más
poderoso de la época. Hombre austero, profundamente religioso y
perfectamente preparado para las labores de gobierno, a las que consagró
todas
sus energías, «el Rey Prudente» asumió como deber insoslayable
la defensa de la fe católica, y combatió tanto la propagación de la
Reforma
protestante en Europa como los avances del Imperio Otomano en el
Mediterráneo.
Felipe II
cristiano universal que guió los pasos de su padre, Felipe II hizo
de nuevo frente a los turcos, a los que derrotó en la batalla de
Lepanto (1571), y extendió hasta dimensiones nunca vistas los dominios
del Imperio español con la incorporación de Portugal y de sus
colonias africanas y asiáticas. Pero los designios de consolidar
la hegemonía
en Europa toparon, como ya había ocurrido en el reinado de
Carlos V, con la expansión del protestantismo y la oposición de
las potencias rivales: las campañas militares para frenar las
revueltas protestantes de los Países Bajos desangraron la hacienda
española, y el intento de someter a Inglaterra se saldó con la
derrota de la «Armada Invencible» (1588), fracaso en el
que suele situarse el inicio de la posterior decadencia
española.
Biografía
Sus maestros le inculcaron el amor a las artes y las letras, y
con Juan Martínez Silíceo, catedrático de la Universidad
de Salamanca, el futuro soberano aprendió latín, italiano y
francés, llegando a dominar la primera de estas lenguas de forma
sobresaliente. Juan de Zúñiga, comendador de Castilla, lo
instruyó en el oficio de las armas. A los once años quedó huérfano
de madre, lo que lo afectó hondamente y marcó para siempre su
carácter taciturno.
El joven Felipe participó personalmente en la defensa de
Perpiñán con sólo quince años, y a los dieciocho
había tenido su primer hijo, Carlos, y había quedado viudo de su
primera esposa, su prima doña María Manuela de Portugal.
Durante el reinado de su padre asumió varias veces las funciones
de gobierno (bajo la tutela de un Consejo de Regencia) por ausencia del
emperador, en ocasiones en que la atención de Carlos V era
absorbida por conflictos en los Países Bajos (1539) o en Alemania
(1543),
adquiriendo de esta forma una experiencia directa que
complementó los valiosos consejos de su progenitor.
En 1554, el rey y emperador Carlos V
le transfirió la corona de Nápoles y el ducado de Milán. Ese mismo
año, la boda con María Tudor convirtió a Felipe II en rey
consorte de Inglaterra. Finalmente, el fatigado emperador resolvió
abdicar
en favor de Felipe II, que entre 1555 y 1556 recibió las coronas
de los Países Bajos, Sicilia, Castilla y Aragón. Austria
y el Imperio Germánico fueron entregados al hermano menor de
Carlos V, Fernando I de Habsburgo, quedando separadas las
ramas alemana y española de la Casa de Habsburgo.
El Imperio español bajo Felipe II
monarquía hispana, apartándola de las tradiciones medievales
y de las aspiraciones de dominio universal que habían
caracterizado el reinado de su padre. Los órganos
de justicia y de gobierno sufrieron notables reformas, al tiempo
que la corte se hacía sedentaria (capitalidad de Madrid, 1560).
Desarrolló una
burocracia centralizada y ejerció una supervisión directa y
personal de los asuntos de Estado. Pero las cuestiones financieras le
sobrepasaron, dado el peso de los gastos militares sobre la
maltrecha Hacienda Real; en consecuencia, Felipe II hubo de declarar a
la monarquía
en bancarrota en tres ocasiones (1560, 1575 y 1596).
Alrededor del rey se disputaban el poder dos «partidos»: el de Fernando Álvarez de Toledo, duque
de Alba,
y el que encabezaron primero Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, y más tarde Antonio
Pérez.
Las luchas entre ambas redes se exacerbaron a raíz del asesinato
del secretario Escobedo (1578), culminando con la detención de Antonio
Pérez y el confinamiento del duque de Alba. Desde entonces hasta
el final del reinado dominó el poder el cardenal Granvela, coincidiendo
con la época en que, gravemente enfermo, el rey se alejó de los
asuntos de gobierno y delegó parte de sus atribuciones en
las «Juntas» de nueva creación.
La política exterior
La división de la herencia de Carlos V facilitó la política
internacional de Felipe II: al pasar el Sacro Imperio Germánico
a manos de Fernando I de Habsburgo, España quedaba libre de las
responsabilidades imperiales. En política exterior, Felipe II hubo de
abandonar el proyecto de alianza con Inglaterra a causa de la temprana
muerte de María
Tudor (1558). Las victorias militares de San Quintín (1557) y Gravelinas (1558) pacificaron el recurrente conflicto con Francia
(Paz de Cateâu Cambrésis, 1559); el pacto quedó reforzado con el matrimonio de Felipe II con la hija de Enrique
II de Francia,
Isabel de Valois. Los inicios de su reinado no podían ser más
prometedores: Francia, que había sido la perpetua potencia rival
de Carlos V, dejaba de ser el principal problema para España.
En consecuencia, Felipe II pudo orientar su política exterior
hacia el Mediterráneo, encabezando la empresa de frenar el poderío
islámico representado por el Imperio Otomano; esta empresa tenía
tintes de cruzada religiosa, pero también una lectura en
clave interna, pues Felipe II hubo de reprimir una rebelión de
los moriscos de Granada (1568-1571), musulmanes de sus propios reinos
que
habían
apelado al auxilio turco. Para conjurar el peligro, Felipe formó
la Liga Santa, en la que se unieron a España Génova, Venecia
y el Papado. La resonante victoria que esta alianza cristiana
obtuvo sobre los turcos en la batalla naval de Lepanto (1571) quedó
reafirmada
en los años posteriores con las expediciones al norte de África.
La batalla de Lepanto
turcos por la presión persa en el este, disminuyó la
tensión en el Mediterráneo. Ello permitió a Felipe II reorientar
su política hacia el Atlántico y atender a
la grave situación creada por la sublevación de los Países Bajos
contra el dominio español, alentada por los protestantes
desde 1568; a pesar del ingente esfuerzo militar que dirigieron,
sucesivamente, el duque de Alba, Luis de Requeséns, don
Juan de Austria y Alejandro Farnesio, las provincias del norte de los Países Bajos se declararon independientes
en 1581 y ya nunca serían recuperadas por España.
La orientación atlántica de la Monarquía dio como fruto la
anexión del reino de Portugal a España en
1580. Aprovechando una crisis sucesoria, Felipe II hizo valer
sus derechos al trono lusitano mediante la invasión del país, sobre
el que reinó como Felipe I de Portugal, sometiéndolo a la
gobernación de un virrey. Con la incorporación de Portugal
y, en consecuencia, de sus numerosas posesiones en África y
Asia, el Imperio español alcanzó su mayor expansión territorial:
la península,
los dominios europeos y mediterráneos y las colonias españolas y
portuguesas en América, África, Asia y Oceanía
componían aquel vasto imperio en el que nunca se ponía el sol.
Aprovechando las guerras de religión, el monarca español se permitió también intervenir entre 1584 y 1590 en la
disputa sucesoria francesa, apoyando al bando católico frente a los protestantes de Enrique de Navarra (el futuro Enrique
IV de Francia). Felipe II intentó sin éxito poner en el trono francés a su hija Isabel
Clara Eugenia, nacida de su matrimonio con la hija de Enrique II de Francia, Isabel de Valois, pero consiguió que Enrique IV abjurase del protestantismo (1593), quedando Francia en la órbita católica.
La mayor presencia española en el Atlántico acrecentó la
tensión con Inglaterra, manifestada en el apoyo inglés
a los rebeldes protestantes de los Países Bajos, el apoyo
español a los católicos ingleses y las agresiones de los corsarios
ingleses (con el célebre Francis Drake a la cabeza) contra el imperio colonial español. Todo ello condujo
a Felipe II a planear una expedición de castigo contra Inglaterra, para lo cual preparó la «Grande y Felicísima
Armada», que, a raíz de su fracaso, fue burlescamente rebautizada como la «Armada Invencible» por los británicos.
Compuesta por ciento treinta buques, ocho mil marineros, dos
mil remeros y casi veinte mil soldados, la Armada zarpó del puerto de
Lisboa
en mayo de 1588 con destino a Flandes, donde las tropas habían
de engrosarse aún más. En su primer encuentro con el enemigo
en el mes siguiente se demostró fehacientemente la superioridad
técnica de los ingleses, cuya artillería aventajaba de manera
notoria a la española. Tras algunas desastrosas batallas en el
mar del Norte, la Armada regresó, pero en el camino de vuelta halló
fuertes
galernas que provocaron numerosos naufragios y terminaron de
malbaratar la expedición. Es fama que, enterado de este descalabro,
compungido y contrariado, Felipe II exclamó: «No
envié mis naves a luchar contra los elementos».
Con la derrota de la Invencible se iniciaba la decadencia
del poderío español en Europa. Tal declive coincidió con la
vejez y enfermedad de Felipe II, cada vez más retirado en el
palacio-monasterio de El Escorial, construido bajo su impulso entre 1563
y
1584. Al morir le sucedió Felipe III,
hijo de su cuarto matrimonio (con Ana de Austria). El primer heredero
varón que tuvo (el incapaz príncipe Carlos, hijo de su primer
matrimonio con María Manuela de Portugal) había muerto muy joven
encerrado
en el Alcázar de Madrid y, según la «leyenda negra» que
alentaban los enemigos de Felipe II, por instigación de
su padre.
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