2016 · 11 · 03 • Fuente: Julián Aguirre, Notas

Crónicas de la ocupación (1): Aida, donde los sueños envejecen



Munther Amira nació refugiado pero habla
en presente para referirse al pueblo natal de su familia: Deir Aban.
Munther fue nuestro guía en el campo de refugiados de Aida, en la ciudad
palestina de Betlehem (Belén).






El campamento de Aida fue fundado para acoger a las familias
desplazadas. Su historia y la de sus ocupantes es parte de La Catástrofe
(al Nakba) de 1948, que vio el vaciamiento y destrucción total o
parcial de 536 aldeas y pueblos junto al desplazamiento de cerca de 700
mil personas. El campamento recibió su nombre por un famoso café local
alrededor del cual se instalaron las tiendas originales. Hoy viven allí
más de cinco mil personas.



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Desde 2005, Aida crece a la sombra del muro que separa a su población
(y al resto de la ciudad) de las tierras que supieron servirles de
cultivo. También los separa de Jerusalén, transformando un viaje de
algunos en minutos, en lo que duren los tiempos de la burocracia y el
ejército de Israel.



Sobre el arco que sirve de entrada se posa una gran llave hecha en
metal. Es que, expulsados con violencia, los habitantes de Aida se
llevaron consigo tan solo lo que pudieron cargar en sus manos.



Algunos creyeron que la ausencia duraría poco. Cualquiera fuese el
caso, todas las familias llevaron consigo la llave de su hogar, que ha
sido traspasada a cada generación como símbolo de la esperanza por
retornar.



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Plegaria para un niño dormido



A un lado de la arcada, junto a una pequeña oficina de las Naciones
Unidas, se levanta una gigantografía con la cara de un niño. Allí está
la primera historia que escuchamos: la de Abu Shadi Abdulrahman.



Abu Shadi tenía 13 años cuando en 2015 una bala disparada por un
francotirador israelí desde una torre de vigilancia cercana lo mató
mientras se encontraba jugando con otros chicos. El ejército israelí
dijo que se trató de un error, la bala perforó su corazón.



Munther nos señala el agujero dejado por otro disparo sobre la
gigantografía, como si los soldados estuvieran empecinados en seguir
matando.



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Aun no entramos a Aida y una lista con 264 nombres puede verse al lado:
son los menores de edad muertos por los bombardeos israelíes durante la
última ofensiva militar contra la Franja de Gaza en 2014. Su propia
situación no les impide a los habitantes del campo de refugiados
solidarizarse con lo que padecen sus hermanos en el otro rincón de
Palestina.



Ser niño en Aida y otros campos de refugiados es difícil. Los soldados
israelíes suelen acosar a los infantes. Semanas atrás, un grupo de
soldados vestidos de civil emboscaron a un grupo mientras jugaban en la
entrada del campo. Toda la secuencia fue filmada desde el celular de un
vecino.



Los hombres golpeaban y colocaban sobre el piso a los chicos y chicas
para luego llevarse a ocho de ellos detenidos. Uno fue liberado más
tarde por ser el menor del grupo con doce años. Sin el acompañamiento y
apoyo psicológico necesario, muchos desarrollan miedo a salir y una
hostilidad instintiva hacia los extraños. La infancia también es
territorio ocupado.



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Sonata y fuga hacia el cielo



Las pintadas, murales y afiches pueblan Aida, hablan tanto o más que
sus propios habitantes sobre la historia de este lugar. A diferencia de
la moderna y pujante Ramallah, aquí la normalización no ha llegado para
ocultar las cicatrices de la ocupación y el exilio. Los mártires y
presos aun sonríen congelados en sus paredes. Uno de ellos es Nasser.



Nasser es uno de los mejores amigos de Munther. A diferencia de él,
Nasser pudo entrar a la universidad. Gran bailarín (más bien “volaba”,
en palabras de su amigo) era un joven lleno de vida cuando fue apresado
por su participación en la resistencia.



Eran los años antes de Oslo, el acuerdo que daría nacimiento a la
Autoridad Nacional Palestina y la situación que viven sus territorios
hoy. Sin embargo en este acuerdo nunca se previó la cuestión de los
prisioneros palestinos que suman cerca de 7 mil en las cárceles
israelíes, muchos de ellos encarcelados sin respetar procedimientos o
legales o convenciones internacionales.



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Sin embargo, algunos años atrás se acordó liberar a un número de
presos. Nasser estaba en esa lista. Cuando un noticiero israelí lo
entrevistó, el día anterior a su liberación, se le preguntó si en caso
de volver el tiempo atrás repetiría sus acciones, si no sentía
arrepentimiento. Él respondió que era un soldado, que actuó como tal y
seguiría luchando con los medios necesarios por la libertad de su
pueblo.



Esas palabras le costaron la libertad. Su familia tenía todo preparado.
Nasser lleva más de 24 anos en prisión, cerca de la mitad de su vida.



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Y seremos todos iguales



Munther menciona con ironía que si algo bueno trajo la Nakba fue que
posicionó a todos los habitantes de Palestina en la misma situación; sin
importar las diferencias sociales previas, todos ahora eran refugiados.
Esto desarrollo un sentido de solidaridad básico que marcó la identidad
palestina post-1948.



La familia Darwish pertenecía hasta entonces a la aristocracia local y
habitaban en una de las aldeas más ricas de la zona. Hoy viven en una
más de las casas precarias, a tan solo siete kilómetros de donde se
encontraban sus posesiones. Allí continuaron viendo como nuevos
ocupantes tomaban su lugar. Al menos hasta la construcción del muro, que
hoy bloquea la visión del mundo exterior a menos que se suba a las
terrazas más altas.



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Algunos miembros de la familia Darwish continuaron viviendo en una casa
a metros de Aida. Eran “la envidia del resto del campamento” por contar
con tanto espacio verde libre a su alrededor, recuerda Munther. Sus
niños continúan asistiendo a la escuela que las Naciones Unidas
mantienen dentro del campo. Sin embargo con la construcción del muro,
están obligados a ir a Jerusalén, pasar los checkpoints, para dar todo
un rodeo por donde entrar de vuelta a Betlehem y llegar a la escuela.



Twitter del autor: @julianlomje



Fotos: Julián Aguirre


Fuente: Julián Aguirre, Notas