jueves, 2 de marzo de 2017

Navegación:La Armada Invencible

Navegación:La Armada Invencible




HISTORIA
DOCUMENTOS
La Armada Invencible








La Armada Invencible (1588):

Felipe II meditaba sobre una expedición contra Inglaterra para castigar los repetidos ataques piráticos de Drake y la mala voluntad de Isabel I hacia España y sus establecimientos. Para ello llamó al marino más reputado de aquel tiempo, Alvaro de Bazán,
marqués de Santa Cruz, para pedirle su opinión y éste consideró que el
efectuar la invasión de Inglaterra era no sólo empresa posible, sino
fácil. Ofrecía encargarse del mando de la Armada y de dirigir la
invasión, porque era conveniente que todo dependiera de una sola
persona. Aunque se comenzó a tratar el asunto a raíz de la expedición de
Drake contra Florida
(1586), se aplazó su ejecución para no dejar a España expuesta a ataques
de igual clase en caso de un fracaso. La ejecución de María Estuardo en
1587 hizo que se volviera a pensar en la empresa y como, mientras se
preparaba, murió Bazán, quizá del pesar que le produjeran ciertas
palabras poco meditadas del rey (enero 1588), éste pudo poner al frente
de la Armada al duque de Medinasidonia, incapaz de dirigirla, pero que
no se opuso a que Alejandro Farnesio tomara el mando de las tropas en
tierra, que era lo que siempre quiso Felipe II.
Carlos de Effingham Howard (1536-1624), conde de Nottingham, era el
almirante de la marina inglesa desde 1585. Mandó la escuadra inglesa
desde la nave capitana Ark Royal. Era sobrino de Isabel I y no tan buen navegante como sus subordinados el vicealmirante Sir Francis Drake y John Hawkins.
En 1596, junto con Robert Devereux mandaría la expedición que saqueó Cádiz.

La Armada parte de Lisboa (20 mayo 1588):

La Armada, de 130 buques, con 8.253 marinos y 2.088 remeros, más 19.295 hombres de guerra, zarpó de Lisboa; pero sus barcos, a propósito para la ruta de las Indias,
no podían resistir los temporales de los mares europeos.
La flota inglesa era más ligera y mejor artillada que la española: en el
primer encuentro (21 julio) se advirtió su superioridad en maniobrar.
El mar no fue favorable a la Invencible: ya una tormenta cerca del cabo
Finisterre perjudicó a sus buques. El 22 de julio salió, por segunda
vez, de la Coruña y con sus grandes buques parecía una fortaleza
flotante. El viento era favorable. Si hubiera atacado entonces a la
escuadra inglesa, hubiera vencido, pero Medinasidonia declaró a sus
capitanes, deseosos de luchar, que el rey le había mandado no dar la
batalla hasta que se reuniera con Farnesio. Este mandato fue la segunda
equivocación que hizo fracasar la empresa por perderse ocasión tan
favorable.
El 23, en ligero combate, se perdió el buque insignia de Recalde. La
armada se refugió en Calais. Farnesio se negó a embarcar mientras el mar
no estuviera despejado de buques holandeses e ingleses que vigilaban la
costa del canal. En éste, los pequeños y ligeros buques ingleses fueron
los que dominaron la situación.
No hubo realmente un combate decisivo entre ingleses y españoles en el
estrecho sino un desgaste continuo de la "Invencible", batida por la
superioridad de los ingleses y dispersada por las furias del mar, que
aquellas pesadas fortalezas flotantes eran inhábiles para eludir.


Retirada hacia el mar del Norte:

El 28, ante la superioridad inglesa y el temor a los brulotes
incendiarios (pequeñas naves incendiadas) que se les lanzaba, así como
la incapacidad de la artillería española, la Armada se internó en el mar
del Norte. En la tarde del 29 de julio se divisó el primer punto de la
costa inglesa, Lizard Point.
En la noche del 8 al 9 de agosto, los brulotes ingleses sembraron la
confusión en la Armada, que perdió 15 buques y 5.000 hombres. La
tormenta empujó a los otros hacia el Norte y Medinasidonia no se atrevió
a regresar por el canal: navegó alrededor de las islas británicas,
sembrando el mar y sus costas con los restos de sus navíos.
Muchos de los navíos naufragaron en los arrecifes
de las costas de Irlanda, de Escocia o de Inglaterra. Millares de
hombres se ahogaron y no hubo piedad para los que conseguían llegar a
nado a las playas.
Extensión del desastre:

Sólo regresaron a España 66 de éstos y 10.000 hombres. Felipe II
dijo al recibir la noticia del fracaso: "Doy gracias a Dios por haberme
dado medios para poder sufrir fácilmente un pérdida semejante y porque
todavía estoy en situación de volver a construir otra flota tan grande.
Una rama ha sido cortada, pero todavía está verde el tronco y puede
producir otras nuevas".
(Eugenio Sarrablo)
Las pérdidas para España fueron 20.000 hombres, 40 millones de ducados y 100 navíos.

La Inglaterra de Isabel
no se dio cuenta de su victoria hasta pasado algún tiempo. La
catástrofe española había sido tan fragmentaria y dispersa que los
vencedores no pudieron calcular su magnitud y temieron que los navíos se
hubieran refugiado en un puerto seguro. Las pérdidas inglesas también
fueron grandes, aumentadas por la peste que se difundió entre marinos y
soldados. Algunos meses más tarde, en abril de 1589, Isabel, dándose
cuenta del significado de la ruina de la "Invencible", quiso sacar
partido de ello atacando a Lisboa para instaurar a don Antonio de Portugal, prior de Crato. La expedición dirigida por lord Norreys fue un tremendo fracaso.
Del desastre de la Invencible dependieron muchas aventuras del futuro
próximo y lejano: la imposibilidad de reducir a los neerlandeses, la
recuperación de Francia como gran potencia europea, la ya insoslayable separación de Portugal. (Vicens Vives)
Su fracaso asegura a las naciones del Norte, hasta entonces mediocres,
su porvenir marítimo. Triunfo del protestantismo y del capitalismo al
mismo tiempo. El edificio mundial del poderío ibérico no podrá ya durar
mucho (Vilar)
Las consecuencias de la derrota no se hicieron esperar: contrariedades en Flandes; el asedio de La Coruña por la escuadra de Drake;
la intentona del prior de Crato que, auxiliado por los ingleses,
desembarcó en Belem... La situación de Portugal volvió a ser difícil;
una victoria definitiva sobre los ingleses hubiera contribuido
poderosamente al afianzamiento de la unidad ibérica; por el contrario,
la victoria de Inglaterra intensificó la desunión y fomentó el deseo de
revancha. (I.Ubeda)

Actitud pesimista general:

La bancarrota de 1596 significaba también el fin de los sueños
imperiales de Felipe II. Desde hacía algún tiempo era evidente que
España estaba perdiendo su batalla contra las fuerzas del protestantismo
internacional. El primer aviso, y el más abrumador, lo dio la derrota,
en 1588, de la Armada Invencible. La conquista de Inglaterra había
llegado a significarlo todo, tanto para Felipe II como para España,
desde que el marqués de Santa Cruz sometió por primera vez su gran
proyecto al rey, en 1583. Para Felipe, una invasión de Inglaterra, que
Santa Cruz creía de éxito seguro mediante un gasto de poco más de
3.500.000 ducados, parecía ofrecer la mejor, y quizá la única,
probabilidad de doblegar a los holandeses. Mientras en el Escorial el
rey perfeccionaba, día tras días, sus planes y se llevaban a cabo,
lentamente, los complicados preparativos, los curas desde sus púlpitos
arratraban al país a un frenesí de fervor patriótico y religioso,
denunciando las iniquidades de la herética reina de Inglaterra y
evocando de modo vívido las gloriosas cruzadas del pasado español. Que, cierto, juzgo que [esta empresa] es la más importante que ha habido en muchos siglos atrás en la Iglesia de Dios, escribía el jesuita Ribadeneyra, autor de una enardecedora exhortación a los soldados y capitanes enrolados en la expedición. En
esta jornada, señores, se encierran todas las razones de justa y santa
guerra que puede haber en el mundo... Pero si bien se mira hallaremos
que es guerra defensiva, en la cual se defiende nuestra sagrada religión
y santísima fe católica romana; se defiende la reputación
importantísima de nuestro Rey y Señor y de nuestra Nación; se defienden
todas las haciendas y bienes de todos los Reinos de España, y con ellos,
nuestra paz, sosiego y quietud
.
Sólo unos meses más tarde Ribadeneyra escribía una apesadumbrada carta a un privado de Su Majestad
(probablemente don Juan de Idiáquez), en la que intentaba explicarle lo
aparentemente inexplicable: porque Dios había prestado oídos sordos a
las oraciones y súplicas de sus piadosos servidores. Aunque Ribadeneyra
encontraba una explicación suficiente en los pecados españoles, por
omisión y por comisión, y pleno consuelo en los mismos males enviados
por el Altísimo para probar al pueblo elegido, las consecuencias
psicológicas del desastre fueron terribles para Castilla. Por un
momento, el shock fue demasiado violento para ser inmediatamente
acusado y el país necesitó algún tiempo para comprender todas sus
implicaciones. Pero el optimismo inconsciente engendrado por los éxitos
fantásticos de los cien años anteriores se desvaneció, según parece, de
la noche a la mañana. Si hay un año que señale la división entre la
España triunfante de los primeros Austrias y la España derrotista y
desilusionada de sus sucesores, es el de 1588. (Elliott)

Felipe II
No mandé mis naves a luchar contra los elementos:

Esta es la frase que se atribuye a Felipe II al tener noticia de la
derrota de la Armada Invencible en agosto de 1588. Es su forma vulgar,
porque la fórmula retórica viene en el libro de Modesto Lafuente Historia General de España
(tomo XIV, página 247) y dice así: «Yo envié a mis naves a luchar
contra los hombres, no contra las tempestades. Doy gracias a Dios de que
me haya dejado recursos para soportar tal pérdida: y no creo importe
mucho que nos hayan cortado las ramas con tal de que quede el árbol de
donde han salido y puedan salir otras». De entrada parece extraño que Felipe II
que tuvo fama de lacónico, soltara esta frase tan redonda. Pero era la
época romántica de Don Modesto y los historiadores pretendían conocer a
través del túnel del tiempo las frases más cinceladas de los
protagonistas de la historia. Y así, la impasible y pulida reacción del
Rey Prudente ha quedado como clásica.
El erudito don Felipe Picatoste afirma que esta frase retrata mejor el
pincel de Pantoja de la Cruz:
    «En ella se ve al tétrico monarca penetrarse silenciosamente en el coro de El Escorial por una miserable puertecilla, sentarse humildemente en uno de los últimos sillones, oír la temblorosa voz del enviado que le traía la fatal noticia, juntar las manos, inclinar la cabeza y continuar el rezo. ¡Qué dominio sobre sí mismo no tendría aquella alma tenebrosa!».
No obstante, creemos que ninguna de estas dos versiones puede ser
auténtica. Felipe II no tuvo oportunidad de demostrar su famosa
serenidad ante la noticia súbita y completa del increíble desastre
porque las nuevas le llegaron poco a poco. Si la frase fuera cierta,
hubiera tenido que pronunciarse cuando Felipe II recibió el correo de
Santander, donde había anclado el duque de Medina Sidonia y este correo
tenía que ser el maestro de campo Bobadilla.
Es evidente que Felipe II antes de recibir esta visita, ya conocía la
carta fechada el 21 de agosto del duque a la que acompañaba su Diario. Y
en este Diario no se hablaba en absoluto del tiempo, de los vientos, ni de las tempestades.
Amén de esto, conocía también el relato desalentador del capitán
Baltasar de Zúñiga. Había recibido asimismo un aviso del duque de Parma
muy variado sobre la facasada batalla y noticias de los naufragios en la
costa irlandesa y francesa. Pudo expresar evidentemente una frase
parecida, pero no en ocasión de recibir este correo.
Añadamos que, aunque Felipe II afrontara con su dignidad y firmeza
habituales, con su exasperante imperturbabilidad las malas nuevas, éstas
le afecta ron profundamente. En otoño de 1588 estuvo muy enfermo. En
opinión de los observadores diplomáticos venecianos,
los más sagaces, la enfermedad fue agravada por la ansiedad y los
disgustos. El nuevo nuncio de Su Santidad opinó que el rey tenía los
ojos enrojecidos, no sólo a causa del estudio, sino del llanto, aunque
si el rey lloró nadie había sido testigo de ello. Su tez adquirió una
extraña palidez en su rostro comenzaron a formarse bolsas, a la vez que
su barba encaneció absolutamente.
La reacción oficial de Felipe II se puede leer en una carta dirigida a
los obispos españoles con fecha del 13 de octubre. Tras comunicarles las
malas noticias ya conocidas, concluye: «Debemos loar a Dios por
cuanto El ha querido que ocurriera así. Ahora le doy las gracias por la
clemencia demostrada. Durante las tormentas que la Armada tuvo que
soportar, ésta hubiera podido correr peor suerte...
»
Lo curioso es que tanto por un lado como por otro de los contendientes
se adhirieron a la teoría de la intervención de la Providencia en la
destrucción de la Invencible. Isabel de Inglaterra hizo grabar una inscripción que decía: «Dios sopló y fueron dispersados». Los holandeses
dijeron algo parecido en sus crónicas. Triunfo y derrota se
interpretaron como designio de la Providencia y por esta razón la frase
de Felipe II, aunque no la pronuncian en la ocasión que los
historiadores románticos le atribuyen, tiene un fondo de total
autenticidad. (Luján)

Alonso de Guzmán Duque de Medina Sidonia (1550-1619):

Se excusó ante la propuesta de Felipe II alegando su escasa capacidad y
su mal estado de salud.
Se mareaba ante el más leve movimiento. Se ignora por qué motivo el
monarca le confirmó en su nombramiento.
Era lealísimo al rey y Felipe, que difícilmente soportaba personalidades
excesivas, como el duque de Alba, don Juan de Austria y el mismo
marqués de Santa Cruz, veía en él un dócil instrumento que no discutiría
nunca sus planes.
Reconocía en sus cartas "no saber de la mar ni de la guerra". Se le
atribuye una considerable cobardía e incompetencia.
Después del desastre no perdió el favor de Felipe II. Siguió actuando
como virrey de Andalucía y ostentando el supremo mando naval en el
litoral andaluz. En 1595 fue nombrado capitán general del Mar Océano. No
pudo evitar el saqueo e incendio de Cádiz a manos de los ingleses.

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