martes, 21 de marzo de 2017

Cartas a mi tío de América

Cartas a mi tío de América













domingo, febrero 24, 2008




¡Ay, ser de izquierdas!

Sé que es una tentación pueril, y
que muchos verán en ello una simple boutade, pero a veces, muchas, me
gustaría ser de izquierdas.

¡Qué alegría, poder decir a nuestros
semejantes "soy bueno, listo y culto" en una frase más breve y menos
chirriante: "Soy de izquierdas"! Di "soy de derechas" y todo el gesto se
avinagra, la frase sale como una excusa, como una autoinculpación. "Soy
de derechas" suena a "¡qué voy a hacerle, yo soy así, éstas son mis
limitaciones!".



Bueno. Ser de izquierdas te hace bueno
sin esfuerzo. Eres solidario con los que sufren, eres generoso, piensas
en los demás… sin el inconveniente de perder un ápice en calidad de
vida, sin tener que aguantar los rollos de un enfermo en un hospital,
sin tener que desprenderte de algo que te gusta para darlo a otro. No.
Yo soy de izquierdas. Eso basta. ¿Es usted de derechas? No tiene
corazón, es un desalmado, un fariseo.



Soy listo. ¿Qué
intelectual moderno tiene la derecha? Antes de que se me digan nombres:
¿Salen en la tele? ¿Se les respeta, se les sigue, se les cita en los
medios? No. "Soy de izquierdas" significa que he pensado, que he
reflexionado, que no me creo lo primero que me dicen. Todo lo contrario a
confesar -admitir- que se es de derechas, que se sigue el camino
trillado, "lo que te dicen los curas", acobardado de pensar por tu
cuenta.



Soy culto. Dicen que no hay nada más absurdo
que un obrero de derechas, pero discrepo: un artista de derechas. ¿Dónde
se encuentra semejante monstruo? La izquierda lee libros; la derecha,
revistas del corazón. La izquierda escribe, pinta, esculpe, rueda,
canta, compone. Para la derecha, todo eso es farándula, gente poco
seria, indigna de confianza.



La izquierda sonríe y la derecha frunce el ceño.



¡Ay,
si pudiera ser de izquierdas! Me estarían abiertas las páginas de El
País, las salas de ARCO, las productoras de cine, el poder y la gloria.
Todo el resto de la izquierda me sonreiría, y la derecha me envidiaría
de lejos, acabaría halagándome con sólo no meterme en política.



Pero
es inútil: no puedo. Tendría que lobotomizarme, fingir que no sé lo que
sé, que no veo lo que veo. Ignorar este tenderete, este retablo de
apariencias.



Tendría que pretender que "solidaridad",
en palabras de los políticos progresistas, consiste en robar a los que
más producen para repartirlo entre los grupos privilegiados por el poder
a cambio de su voto y su propaganda. Tendría que ignorar el siglo XX,
una prueba tan gigantesca del fracaso de la utopía -peor: de la
pesadilla atroz a la que lleva la utopía- para comulgar con la
izquierda; dejar de pensar para no ver que los datos no cuadran, que las
teorías progresistas no casan ni se sostienen, que todo acaba
disolviéndose en el nihilismo de un Derrida o un Foucault. Que el
pensamiento de izquierdas sólo tiene dos salidas: el Gulag o la nada, la
disolución. Y los artistas son mayoritariamente de izquierdas porque
nada hay tan delicioso como tener todas las ventajas materiales de
mantenerse junto al poder y todas las ventajas emocionales y de imagen
de posar como osado, transgresor y libre.

sábado, abril 07, 2007




San Carlos Borromeo y El País

Del caso de la Iglesia de San
Carlos Borromeo de Entrevías, que tan oportunamente ha saltado en
vísperas de Semana Santa, y, sobre todo, la reacción de los medios
‘oficiales’ como El País, pueden extraerse, al menos, tres
interesantes conclusiones sobre la Iglesia Católica, su relación con el
Estado y la naturaleza del laicismo.

Al menos en España, la Iglesia Católica es LA
Iglesia. Igual que uno puede odiar a sus padres y haber renegado de
ellos y, sin embargo, reconocerlos, el español que ha abandonado su fe
sigue reteniendo el derecho de opinar sobre si determinadas conductas se
ajustan o no a un credo en el que no cree. Dejar de creer, parece, nos
hace preternaturalmente aptos para juzgar en materia de fe.

A
nadie se le ocurriría censurar a los hindúes españoles sin decidieran
cerrar uno de sus templos en los que el oficiante ningunea a Vishnú y
reabrirlo como un centro de caridad; y nuestra exquisita sensibilidad
multicultural nos impediría decir esta boca es mía sobre lo que hagan o
deshagan los musulmanes en su parcela en materia de idoneidad del culto.
Pero con la Iglesia Católica la veda está siempre abierta, y así El País puede
pontificar “que unos niños comulguen con rosquillas no debería ser
tomado tan a pecho”, sin que parezca importarle qué se supone que hace
un fiel cuando comulga la Sagrada Hostia. Doctores tiene Prisa para
juzgar.

La segunda conclusión es que la inmensa y secular labor
humanitaria –caritativa es el nombre preciso- de la Iglesia Católica en
todos los países a lo largo de toda su historia ha llevado a muchos a
tomar el rábano por las hojas y a confundir las consecuencias con las
causas, terminando por creer que la Iglesia es una enorme ONG
internacional.

La labor esencial de ‘los curas’ es administrar
los sacramentos y predicar el Evangelio. Hace no muchos años, esta frase
habría sonado parecida a la de “dos más dos son cuatro”, una obviedad,
pero en estos tiempos lo evidente es lo primero que se olvida. La labor
de caridad es una consecuencia natural, podríamos decir que casi
refleja, del mensaje salvífico de Cristo.

Si algo ejemplifica a
la perfección que el mensaje cristiano no es un buenismo más o menos
desarrollado ni una doctrina laboriosamente pergeñada por mentes
preclaras es lo que celebramos este domingo, origen de toda la
predicación histórica: Cristo –un hombre concreto- murió y ha vuelto a
la vida. Le han visto muchos morir, y otros tantos le han vuelto a ver
moverse, hablar, comer pescado. Esta inescapable materialidad, este
relato inambiguo, perfectamente enmarcado en la geografía y en la
historia, es el punto de partida de todo el mensaje, lo que lo hace
inmediatamente atendible. Y lo que justifica que el mensaje del
Resucitado se acepte o se rechace in toto, en su integridad. El custodio
de este mensaje es la Iglesia. Y lo demás son… rosquillas.

La
tercera conclusión es que el mundo nunca podrá tragar esto. En el mejor
de los casos, la Iglesia será directamente perseguida; en el peor, los
poderes de este mundo tratarán de secuestrarla, de instrumentalizarla
para sus fines, de desactivarla convirtiéndola en una vaga ONG o en un
medio adicional de control.

viernes, marzo 23, 2007




Manifestaciones

En una sociedad obsesionada con la
demoscopia y elecciones cada cuatro años, las manifestaciones políticas
me parecen casi siempre superfluas, cuando no nocivas. No soy demasiado
partidario.

En cualquier caso, una manifestación es un motín
constitucional, un levantamiento pacífico y reglado, una revuelta con
permiso de la autoridad. Por eso las manifestaciones sólo tienen sentido
contra el poder; en el mejor de los casos, son una muestra de
impaciencia, pero siempre contra quien manda.

Marchar a favor
del Gobierno tiene el intolerable regusto de un desfile del 1 de mayo en
la Plaza Roja, el eco atroz del "¡Vivan las caenas!". Es como tomar las
Bastilla a mayor gloria de Luis XVI



La verdad

Esto podría empezar con la pregunta
inicial de un chiste clásico, aunque maldita la gracia que tiene la
respuesta: ¿en qué se parecen el 11-M y el cambio climático? En que las
partes más empeñadas en responder parecen las menos interesadas en la
verdad. Que miles de personas se acercan a cualquiera de los dos
problemas con una respuesta -con una verdad- empaquetada y lista para su
consumo incluso antes de conocer a fondo el dilema.

Decía el
poeta británico T. S. Eliot que el ser humano no puede soportar
demasiada verdad, y todo lo que veo, leo y oigo parece confirmarlo. Todo
parece volverse munición en esa lucha tribal con corbata que es la
política. Si la verdad es la primera baja en cualquier guerra, en la
guerra política es un arma, y se escribe siempre con minúsculas.

Es
descorazonador que uno pueda predecir con un ligero margen de error de
qué está seguro fulano sobre los autores de los atentados de Atocha o la
verosimilitud de un cambio climático a medio plazo, según su
adscripción política, cuando se trata de simples cuestiones de hecho;
que la ideología lo tiña y corrompa todo, hasta lo que ha pasado o va a
pasar, como si Sherlock Holmes declarara que el asesino es quien peor le
caiga, subrayando las pruebas que parezcan confirmar su tesis y
ocultando las que la contradigan. La verdad nos hará libres, sí, para
empezar, libres de la telaraña de las ideologías.



El termo de Otegi

Ha dicho Otegi que va a esperar a
De Juana “en la frontera de Euskal Herria” con un termo de sopa. Y no
queremos dejar pasar un detalle tan conmovedor sin aportar nuestro
granito de arena con una sugerencia, una receta para su piadoso termo.
Es maketa, qué le vamos a hacer, de Extremadura, pero algo me dice que
no dejará insatisfecho el delicado paladar del etarra: sopa de sangre,
también llamada sopa matancera.

De Juana y los amigos de Otegi
están bastante acostumbrados al ingrediente básico de este manjar, y no
creo que les cueste encontrarlo en las cantidades necesarias para un
termo; de hecho, sólo el propio De Juana ha desperdiciado materia prima
como para alimentar a un regimiento, con sus 25 asesinatos a sangre
fría.

Aun cuando mañana naciera una Euskal Herria independiente,
aunque fuera punto por punto el paraíso euskaldún con el que sueñan, De
Juana seguiría siendo un carnicero, un pistolero desalmado, asesino de
personas totalmente inocentes, ajenas a los delirios del etarra. Sangre
tan inútil. Que se la beba en termo.



No sólo de euros

Ha pasado una cosa curiosa, quizá
por aquello de la heterogénesis de los fines, en la ideología de base,
de andar por casa. Se suponía que fue Marx -y, por extensión, la
izquierda- la que decía que todo se reduce a economía, y, por oposición,
la derecha la que conservaba cierto cuelgue con la tradición cristiana y
todo eso. Pero quizá sea porque con el socialismo real es mucho más
fácil encontrarse sin papel higiénico o sin zapatos del 42 que con los
sucios capitalistas, los progres de última hora son los que insisten en
lo inmaterial, en la cultura e, incluso -ironías de la vida-, en
virtudes de raíz cristiana como la solidaridad y la tolerancia, que ya
me dirán qué tiene que ver con las lentejas. Y la derecha, por contra,
maneja los números que da gloria verla.

En un sentido obvio, el
marxismo ha fracasado; en otro, en cambio, ha triunfado incluso en la
mentalidad de sus rivales declarados. Quiero decir que es difícil pensar
que las cosas van mal si la economía va bien, que con vacaciones
pagadas, televisión y doce marcas de café a elegir en el Carrefour
cuesta que la gente juzgue mal a un gobierno en lo esencial. Si acaso,
está la seguridad. Por lo demás, el ande yo caliente funciona a las mil
maravillas. Nadie, en un pueblo bien comido y bien bebido, quiere
fijarse en el millón de muertos que llevan ‘procesados’ las legales
clínicas abortistas en su macabra historia.

Lo que hace menos un
siglo era una obviedad -que el hombre no es una vaca y no sólo vive de
pan- parece haberse convertido en una excentricidad, y soltarlo en pleno
debate político sólo consigue hacer sentirse incómodos y desconcertados
a los participantes, como cuando un borracho irrumpe con sus
incoherencias en medio de una conferencia. Pero algo debe significar que
las víctimas de suicidios en España hayan superado ya a los muertos en
carretera este año. Quizá no les bastó elegir entre doce marcas de café.



Libertad

No hay concepto que más ame la
gente en teoría y que más aborrezca en la práctica que el de libertad.
"Libertad" es una palabra que queda bien en todos los lemas, en todas
las proclamas, en todos los discursos. Pero, en el mundo real, no la
apreciamos en los demás y nos da miedo en nosotros mismos. Queremos
licencia cuando demandamos libertad, no consecuencias. Pensamos en la
libertad en los términos de la canción de Nino Bravo: "Libre, como el
sol cuando amanece yo soy libre". Precioso, pero el sol es cualquier
cosa menos libre; es deprimentemente predecible, puntual como el verdugo
y monótono como la jornada laboral de un funcionario.

La
libertad real da vértigo; es saber que la responsabilidad por el camino
que escojamos será sólo, o principalmente, nuestra. Por eso tienen un
éxito casi invariable las políticas gubernamentales que restringen
nuestras opciones. Siempre por nuestro bien, claro. Hace días me
encontré en medio de un grupo de colegas -mujeres todas, en este caso-
que discutían la posibilidad de que el Gobierno obligara a las pasarelas
de moda a hacer desfilar a modelos menos delgadas, con el peregrino
argumento de que de algún modo ‘forzaban’ a las adolescentes a procurar
una talla imposible e insana. Todas eran partidarias.

La idea de
que pueda existir un canon y de que las personas normales decidan que
sólo unas pocas pueden alcanzarlo y que no vale la pena jugarse la vida
en el intento parecía no entrarles en la cabeza. Somos demasiado tontos
para decidir por nosotros mismos (error peligroso), y el Gobierno debe
decidir por nosotros (error dramático).

Qué hace al Gobierno tan
listo -como si saliera de una especie animal distinta- y, sobre todo,
tan desinteresado que se preocupe de lo nuestro más que nosotros mismos,
nadie sabe explicármelo. Pero, por favor, que nos salve de nosotros
mismos.



Deshaciendo números

He conocido, como cualquier otro, a
muchas personas en mi vida. Pero nunca me he topado con la gente. No he
tenido ocasión de conocer a ese animal mitológico, a ese monstruo de
bestiario medieval del que todo el mundo habla y con el que, ya digo,
nunca me he encontrado. Se me objetará que ‘gente’ no es más que el
colectivo de ‘personas’, pero hay demasiadas divergencias como para que
crea que se trata del mismo animal.

Por ejemplo, cada vez que
una persona me habla de la gente, se excluye sistemáticamente; ya sea
para decir que "la gente cree lo que quiere creer" o que "es fácil
engañar a la gente", cada persona que la cita se queda fuera.

Si
esto parece anecdótico, otra prueba: la gente es plana, las personas son
enormemente sutiles. Las empresas de demoscopia, los profesionales del
marketing y otras personas que siempre están tratando de la gente nos
cuentan, digamos, que este animal vota mayoritariamente socialista, o
que en tal territorio se siente más de ahí que español en su mayoría.
Pero cuando uno trata con personas, se encuentra con una realidad
infinitamente más rica y bastante más ambigua; se encuentra gente que
vota socialista sin ser socialista, porque no estaba de acuerdo con el
PP y no encuentra otro modo de quitárselos de encima. O porque cree que
cambiar el Gobierno de color de vez en cuando es sano. O es socialista
en esto, pero no en esto otro. O era socialista cuando votó, pero no
ahora. E incluso cuando la persona con la que hablas se ajusta casi
perfectamente a ese modelo demoscópico, uno descubre que lo que votó es
lo menos interesante y lo menos significativo de su persona.

Por
eso, entre otras cosas, desconfío de los políticos, hechos a ver gente
por rebaños, ‘bolsas’ de electores. Y por eso me encanta repetir la
frase de Charles Péguy, esa de que "Dios sólo sabe contar hasta uno".
Cristo no murió por la Humanidad, que sólo existe en la mente de los
iluminados; Cristo murió por mí, por ti; por cada persona, con todos los
colores que no capta ninguna encuesta.



La voz del amo

LA Cultura, hemos sabido esta
semana pasada, está con el Gobierno. Como un solo hombre. La verdad es
que suena mucho más imponente decir "la Cultura" que escribir los
Bardem, Juan Diego, Loles León y toda esa troupe de cómicos, ¿no?

Ya
es triste que, de todas las Bellas Artes y el pensamiento, la cultura
haya quedado reducida a un puñadito de faranduleros y algún viejo autor
con tantos premios oficiales como escasos lectores. Pero aún más triste,
para los que atesorábamos el tópico romántico del artista bohemio,
libre y contestatario, es ver a tanto presunto artista alabando al
poder, apoyando al Gobierno. Chirría.

El adocenamiento debería
ser anatema para el creador; el conformismo, veneno para los artistas.
La desoladora explicación es que éstos no son sino funcionarios del
arte, burócratas de la cosa, aprovechados y pícaros que tienen
secuestrado el nombre del arte para seguir pasándose por caja a fin de
mes, para vivir de la sopa boba oficial como dóciles empleados mientras
juegan a la revolución con dinero ajeno.



Política en Belén

"Soy católico, y no concibo la
historia sino como una sucesión de derrotas". Tras el pesimismo aparente
de estas palabras de JRR Tolkien se esconde el secreto optimismo
cósmico del cristiano que tan gráficamente se representa en la Navidad.
Las más resonantes y recordadas victorias de Dios son siempre derrotas
aparentes, como si Dios jugara siempre al escondite con los hombres -y
ganara-, o como si cada una de sus proezas fuera un misterioso chiste.

Nacer
en una de esas cuevas que los pastores de Judea usaban como refugio de
sus ganados en invierno no es, por decirlo suave, el comienzo más
prometedor para la carrera de quien ‘aspira’ a ser Rey de Reyes. Todos
nos sabemos el final, y basta salir a la calle para advertir en las
luces y las decoraciones que aún se recuerda ese ominoso principio,
cuando las victorias de Alejandro y César y Napoleón pasan, sino
olvidadas, sí al menos sin celebración. Apenas había nacido el niño en
el establo y ya quería destruirlo el Poder, representado por Herodes. Un
rey y su ejército contra el hijo de un carpintero: adivinen quién ganó.
Cada cual puede sacar las conclusiones que quiera de todo esto, y la
que quiero subrayar ahora aquí no es la más importante ni quizá la más
obvia.

La mía es que aunque un católico debe participar en la
vida pública y en la política, debe estar siempre en guardia contra la
tentación de buscar en la política un trasunto de salvación, de
construir el paraíso en la tierra. Un católico debería entrar en
política como el que entra a vender seguros en un prostíbulo, sabiendo
que la tentación es grande, sus fuerzas pocas y altas las probabilidades
de acabar en algo muy distinto a lo que se pretendía en principio. Un
católico debería ser, en cualquier partido, un correligionario incómodo,
en el sentido de que un partido es una maquinaria de obtención del
poder y serpenteará lo que sea necesario para obtenerlo, y el católico
no puede alterar tan fácilmente sus prioridades, porque sabe que el
poder no salva nunca y corrompe a menudo.



Que lo vea House

Me encanta House, aunque el
argumento sigue siempre una línea idéntica: un enfermo cuyo mal no se
descubre hasta el último momento, cuando ya está a punto de morir. Para
alargar la intriga -y el capítulo-, la enfermedad principal tiene
siempre síntomas ambiguos y causa enfermedades oportunistas o
secundarias que inicialmente se confunden con la principal.


Los
medios no paramos últimamente de hablar de la negociación con ETA, y
está bien que lo hagamos, porque es lo que pasa ahora y porque es
extraordinariamente grave. Pero si una Cameron, un Chase o un Foreman
mediáticos plantease a House la negociación como la enfermedad de
España, confío en que el genial médico haría girar su bastón entre sus
dedos y respondería con alguna negativa ingeniosa y despectiva. La
negociación con ETA es un problema, pero no es EL problema. Es el
síntoma, quizá el más visible y aparatoso, de una enfermedad mucho más
profunda.


La enfermedad ya la diagnosticó ese House del alma
de los pueblos que es Benedicto XVI, el relativismo. El relativismo se
expresa enseguida como equivalencia moral: sí, vale, el terrorismo es
malo, pero, después de todo, una de cada cuatro mujeres es maltratada;
es otra forma de terrorismo, otra ‘guerra’, como ha dicho Zapatero.


El
relativismo ataca primero la capacidad intelectiva para anular después
el sistema inmunológico. Las defensas del cuerpo social se vuelven locas
y, en vez de atacar los gérmenes que buscan destruirlo, les pone la
alfombra roja y se ocupa de minar los leucocitos descontrolados que aún
quieren defenderse. El presidente ha descubierto que el camino más
rápido para acabar con la amenaza de un ladrón es darle lo que pide, sin
que le importe que eso anime a muchos más a dedicarse a tan cómoda y
lucrativa tarea. Lo hace con ETA y, poniéndose la venda antes de la
herida, lo está haciendo con la amenaza islámica.



Hombres y mujeres

Leo un cartel por la calle con una
mujer y la frase "Ya no me humilla" y me pregunto cuándo nos volvimos
imbéciles. Me refiero a colectiva, corporativamente imbéciles, tan
esclavos que ya no nos choca que el Gobierno nos trate a todos como a
idiotas.

Es lógico que el poder quiera engañar a los gobernados
para llevar el agua a su molino, y comprensible que lo consigan en
materias que no tenemos capacidad o interés por dominar. Lo enfermizo de
nuestro tiempo es que nos engañan con lo que sabemos o deberíamos
saber.

Puedo ver que el hombre es por lo general más fuerte y
violento que la mujer, y que sea el principal responsable del maltrato
físico. Pero ¿humillación? No voy a dar aquí un solo dato, no espigaré
estadísticas ni citaré sesudos estudios. Prefiero recurrir a lo que
debería ser el punto de partida del conocimiento de cualquiera: la
experiencia. Mire a su alrededor: ¿le parece que hay muchos más maridos
que humillan a sus mujeres que al revés? ¿Hay algo en el hombre que le
lleve a una conducta así, que está absolutamente ausente de la mujer?

El
problema es que para la creciente tribu de quienes van por el mundo con
las anteojeras de la ideología, la respuesta es que sí. La igualdad es
aburrida, al parecer, y si el prejuicio dominante durante siglos ha sido
que la mujer es inferior, la reacción no ha sido acordar que es igual,
sino afirmar que es muy superior. No con estas palabras, porque el
pensamiento único rara vez tiene el valor de expresar lo que cree con
palabras sencillas y unívocas.

Prefiere lo esquinado, presentar a
los hombres como violadores y a las mujeres como seres impecables. Así,
anuncios, series, películas que presentan a los hombres de un modo que
provocaría ceses fulminantes y protestas airadas si lo hicieran con
mujeres pasan entre risas y sin comentarios. La guerra de los sexos es
la más idiota, porque sólo puede tener perdedores.



El alcalde Ikea

Ha dicho Jaume Matas, presidente de
Mallorca, del alcalde Ruiz Gallardón que tiene "una cabeza muy bien
amueblada". Siempre me ha dado grima la torpeza de esta metáfora, pero
me viene muy bien para explicar uno de los grandes malentendidos de la
democracia.


Entiendo que, para describir una gran
inteligencia, se diga de alguien que tiene una mente afilada, o que su
cerebro es como una maquinaria de precisión, porque una máquina, una vez
acordado para qué sirve, sólo puede ser buena o mala, mejor o peor,
según se adapte o no al fin para el que se ha inventado.


Pero
amueblar es una actividad de un tipo muy diverso, tanto que pertenece a
un universo mental diferente: salvo para decoradores con vena
hitleriana, no existe, en propiedad, una casa ‘bien amueblada’, como no
existe un plato ‘muy rico’.


No hay Arzak, Adriá o Arguiñano en el mundo que me hagan comer hígado.


Mi
casa está bien amueblada, a mi modo de ver, porque la he amueblado yo
(bueno, mi mujer, pero eso no hace al caso), siguiendo mi gusto y
cualquiera es perfectamente libre para considerarla horrorosamente
amueblada.


Y ése es el problema de la democracia. Sus
enemigos hablan de ella como de la razón pura, como si fuera cuestión de
elegir el camino correcto que, naturalmente, lo determina mejor el más
inteligente. Pero la política, el arte de organizar una sociedad, se
parece más a amueblar una casa que a construir un puente, en el sentido
de que lo importante es que el diseño guste a los dueños, los
ciudadanos. Por eso no se somete a votación popular el trazado de una
carretera, y sí los sistemas políticos.


No dudo que la
cabeza del alcalde de Madrid esté amueblada como para portada de Nuevo
Estilo; la cuestión es si su disposición es la que gusta a los
madrileños, si es el mobiliario con el que se sienten más cómodos.



Democracia

Como puede verse en el último
sondeo del CIS, casi la mitad de los consultados se muestra
‘insatisfecho’con la democracia. Unos puntos más y estaremos ante la
paradoja de una oposición democrática a la democracia.

Reaccionan,
los pocos medios que han llamado la atención sobre este dato, echándose
las manos a la cabeza ante esta colectiva blasfemia contra la diosa
Democracia.

Indudablemente, es absurdo pretender que esos
resultados de verdad significan que la gente esté insatisfecha con la
democracia; es como decir que alguien está insatisfecho de que le hagan
caso.

Si es que nos pierden las formas y, claro, perdemos el
fondo. Si democracia significa algo, significa que las opiniones, ideas,
costumbres, usos e inclinaciones del la gente común se ve reflejada lo
más fielmente posible en los actos de gobierno. Y pretender que esto es
lo que sucede ahora en España -o en la UE- son ganas de divertirse
barato.

Temo mucho que sea lo contrario: nunca se había vivido
un nivel de imposición de las ideas, prejuicios, inclinaciones y
costumbres de las élites sobre la gente común tan abrumadora y minuciosa
como ahora. Si hay ahora un problema fácil de identificar en la vida
política internacional es el abismo cada vez mayor entre gobernantes y
gobernados.

Impecablemente democrático no puede ser ningún
régimen en este mundo pecador, porque el representante no es idéntico al
representado. Y tampoco aspiro a que la democracia moderna refleje el
sentir popular como la cristiandad en el siglo XIII que, sin urnas ni
partidos, conseguía que la gente se rigiera por normas que, en una
proporción abrumadora, había creado ella misma y según unos principios
en los que prácticamente todos creían.

Nadie que haya pasado
cinco minutos en un bar, hablando con el taxista o en la cola del
supermercado puede ignorar que las opiniones que la gente vierte
libremente rara vez se escuchan en los parlamentos.

Al final,
democracia no es que la gente elija entre Hernández y Fernández -dos
versiones ligeramente diferentes de las mismas ideas- cada cuatro años,
que decida, dentro de una casta bastante cerrada, a quienes habrán de
imponerles leyes e instituciones, sino que la gente pueda crear
instituciones, como creó las universidades -sancionadas, no creadas por
el poder-, los concejos o los gremios.



Adelante

Es una canción bonita, agradable, y
lo bastante popular como para haberse convertido en el ‘jingle’ de la
publicidad de un gran banco y en la sintonía oficial de Operación
Triunfo. Pero si quiero hablar aquí de Adelante es porque me parece, en
su estribillo, el perfecto símbolo de la progresía actual.


Me
refiero a que pretende, como la ideología progresista, entusiasmar con
la música y un texto que, si se medita cinco segundos, resulta más bien
deprimente por su absoluta vaciedad: Adelante porque no importa la meta
/el destino es la promesa de seguir.../Adelante.


Las ideas
son algo demasiado fuertes y comprometidas para la sociedad de hoy, que
prefiere sustituirlas por consignas de significado tan general que
acaben significando cualquier cosa, con un buenismo y un impulso feel
good que nos libere de la funesta manía de pensar.


Pensar es
lo peor. Pensar es preguntarse, por ejemplo, si no importa la meta,
¿cómo podemos saber que vamos adelante y no hacia atrás?


Por
eso la modernidad política se mueve tan cómoda entre términos que jamás
hacen referencia a opciones reales, a absolutos: izquierda y derecha,
conservador y progresista. Si un conservador es el que quiere conservar
lo que hay, ¿significa que sería stalinista con Stalin y monárquico con
Luis XVI? El progresista, ¿querrá seguir cambiando cuando llegue a
Utopía?


No hay palabra que tenga peor prensa que la de dogma,
pero, sin una idea clara e indudable de lo que consideramos bueno,
deseable, ¿qué sentido tiene hablar de progreso? Tanto valdría hablar de
retroceso, porque sin un punto al que hacer referencia, con el que
guardar relación, hasta el relativismo es... relativo.


Si el
destino es la promesa de seguir adelante, en cualquier situación o
estado, permítanme que no lo considere una bendición, sino una condena a
marcha perpetua.



Paisaje tras la batalla

Lo suyo ahora sería que hiciera un
análisis, conciso y sesudo, de la combinatoria electoral catalana, uno
esos estudios instantáneos del baile de salón postelectoral que tanto se
parecen a las alineaciones que se ensayan en el bar antes de un derby o
una final de la Eurocopa.


Me confieso incapaz. La sensación
que me dejan estas elecciones es la de las cansadas maniobras del
trilero, algo tan recalentado en las cocinas del poder que la distancia
con lo que se supone que es la democracia -que la gente decida, sobre
todo que decida sobre su propia vida- resulta ya abismal.


La
alta abstención no es una anécdota, ni un signo de ‘modernización’.
Tampoco es mero pasotismo incívico. Es, me temo, el voto gestual,
pasivo, de una ciudadanía que ya desespera de que no se escuche su voz
en medio de los cambalaches de una casta que, en lo importante, lo
tienen ya todo atado y bien atado.


A todo esto hay que sumar
el virus del nacionalismo, que tiene que ver con el amor a la tierra,
grande o chica, lo que el tocino con la velocidad. El nacionalismo
moderno no es ni siquiera, con ser malo, el viejo tribalismo redivivo en
estado puro. Tiene casi más que ver con ese separatismo endémico que
afecta a todo Occidente y que alimenta el victimismo latente en todo
grupo humano, el deseo inconfeso de que nos digan que somos especiales,
que nos han tratado mal y que nada de lo que nos pasa es culpa nuestra,
sino del ‘coco’ opresor, llámese éste Estado central, Patriarcado,
Paradigma Heterosexual, Colonialismo Blanco o Gran Capital. Es difícil
sustraerse a su atracción, aunque el resultado es una guerra de todos
contra todos en la que nadie habla claro, las responsabilidades
personales se diluyen hasta anularse y sólo se benefician politicastros
de aldea que aspiran a ser cabeza de ratón. Cataluña no se merece esto.
España, tampoco.



Nada por aquí, nada por allá

Los ayuntamientos españoles nos han
devuelto el perdido encanto de la magia. Sí, la de
supercalifragilísticoespialidoso, abracadabra y birlibirloque; la que
transforma calabazas en carrozas y fregonas en princesas en un instante.

Digamos
que tiene usted un melonar no demasiado lejos de una ciudad importante.
La tierra no vale ni el esfuerzo de plantar melones, nada, una risa. Y
entonces llega el concejal de Urbanismo del pueblo más cercano y
-¡voilà!-, con un golpe de pluma convierte el terreno, antes rústico, en
urbanizable, y ya es usted un magnate del ladrillo, le ha tocado la
loto. ¿Es o no es digno de Hogwarts?

Y ahora póngase en el lugar
del hombre de la varita mágica, el poderoso Midas que convierte
literalmente el estiércol en oro. Quizá sea concejal en un pueblo muy
pequeño, con un sueldo suficiente, pero no para tirar cohetes. Y el
hombre ve cómo su varita mágica convierte en ricos de la noche a la
mañana a la gente mientras a él le cuesta llegar a fin de mes, con el
poder de hacer fortunas y viendo cómo se mueven los millones delante de
sus narices. Y él, servidor público, tiene que contentarse con
contemplar el BMW de sus sueños al otro lado del escaparate del
concesionario. Mientras, los señores que saben que de su decisión
depende un pelotazo multimegamillonario, le insinúan que aquí hay dinero
para todos, y que el que sigue siendo pobre es porque quiere.
¿Entienden?

El PSOE ha sacado ahora un ‘decálogo contra la
corrupción’ que merecería un monólogo de El club de la comedia. Con la
que está cayendo tienen que poner cara de que por ahí no pasan, cuando
ya han pasado y seguirán pasando. Porque si de verdad quisieran atajar
la corrupción y no meramente posar para la galería, la cosa está clara:
quítenle ustedes la varita mágica a unos funcionarios para que no caigan
en la irresistible tentación de hacer de aprendices de brujo.



La barbarie es la norma, no la excepción

Para un niño pequeño, una farola es
tan natural como un árbol. Como el árbol, es inexplicable, ha estado
ahí toda la vida -su vida- y es algo tan familiar como ajeno.

Es
casi inevitable que cada hombre vea en su historia la verdadera
historia, que el pasado remoto no sea el Paleolítico, sino la infancia,
que confunda familiaridad con normalidad y que acabe dando por supuesto
que lo que siempre ha conocido es ‘lo que hay’, la norma, y que todo lo
que se aleje de ello es la anomalía. Por eso es tan difícil escribir
buena novela histórica y tan fácil, por ejemplo, hablar del ‘escándalo
de la pobreza’. La pobreza es un escándalo en el sentido de que hay
muchos que tienen mucho al lado de muchos que no tienen nada, pero no en
el sentido, que parece implícito en muchos mensajes, de que la pobreza
sea algo antinatural; y es evidente para quien reflexione cinco minutos
que en la naturaleza no hay carreteras, que la tierra no produce coches o
televisores ni hay árboles que den teléfonos móviles en otoño. Ser
pobre es nuestro destino por defecto, lo que hay cuando no se hace algo
-mucho- por evitarlo.

Otro tanto pasa con la política. La
democracia y el Estado de derecho no son la norma, sino la excepción, y
lo difícil es ascender: caer es siempre lo más fácil. Tratamos los
logros de la civilización como esos hijos de papá que se mueven entre
privilegios como si fueran derechos que se les deben, olvidando que
todas las instituciones, todo el progreso es un finísimo barniz que nos
separa de la barbarie. El poder es, necesariamente, violencia tácita y,
al menos, amagada, pero que no sea mera violencia desnuda y nada más se
ha logrado a costa de mucho esfuerzo y una estricta vigilancia.

Ahora
mismo, este gobierno está transmitiendo un mensaje peligrosísimo, está
diciendo alto y claro que la violencia es un medio eficaz y legítimo
-legitimado, al menos- de conseguir lo que se quiere, que ni siquiera
hace falta una fuerza irresistible y abrumadora para doblegar al Estado
de Derecho. Hemos resistido a tiranos que han sembrado España de
cadáveres, y vamos a ceder ante una banda de pistoleros.



Juego de imanes

Cuando era pequeño, me fascinaban
los imanes. Ponía tres o cuatro piezas sobre la mesa, las empujaba hacia
el centro y, plas, cuando estaban suficientemente cerca se precipitaban
unas contra otras hasta formar un solo bloque de metal. Para
mantenerlas independientes, había que procurar que no se acercaran
demasiado.


El poder es igual: tiende a ser uno, y lo será
cada vez que las piezas –las competencias- en que intentamos dividirlo
se acercan demasiado. El genio político occidental no ha estado sólo, ni
principalmente, en el sufragio universal, en la elección de los
gobernantes por el pueblo. Una tiranía electiva, incluso popular, es
perfectamente posible, como ha demostrado la historia, y la mejor manera
de que el pueblo se gobierne a sí mismo es garantizar amplias áreas de
autonomía personal para que decida cómo quiere vivir y dividir el poder
en poderes hasta cierto punto rivales y, en cualquier caso, distintos.
Las constituciones tienen principalmente este sentido: garantizar las
libertades individuales que el poder no puede anular ni recortar y
limitar el poder dividiéndolo. Si Montesquieu “ha muerto” –en lapidaria
frase de Alfonso Guerra-, toda constitución es papel mojado en lo
importante.


Otros países, con más inteligencia política o más
prevención contra el poder, eligen directamente a sus parlamentarios en
unas elecciones, y a su presidente del Gobierno en otra, cada una a
mediados del mandato de la otra, de modo que es habitual que uno y otro
poder pertenezcan a ‘tribus’ distintas y rivales. En España, a la
división de poderes le pasa lo que a mis imanes: están demasiado cerca
para no convertirse en un bloque único. El legislativo elige
directamente al ejecutivo –en una misma elección, para mayor desgracia-,
y éste al judicial.

Las consecuencias de esto es que la
división empieza siendo una mera ficción política y acaba no siendo ni
eso. Cuando Zapatero ‘garantiza’ a Batasuna que podrá presentarse a las
elecciones y que los tribunales no van a decir esta boca es mía al
respecto, está ignorando con una desvergüenza casi de agradecer esta
ficción, igual que cuando Batasuna se queja al Gobierno de lo que hacen
los jueces. El resultado se llama burla de ley, como poco, o, mejor,
totalitarismo democrático.



Repitan conmigo: las leyes TIENEN consecuencias

Que los políticos mienten más que
hablan no es precisamente noticia de última hora, pero hasta ahora le
ponían su poquito de picardía, algo del arte del trilero, dónde está la
bolita, que ni aquí ni allá, no sé, se respetaba un poco más la
inteligencia del personal. Pero los de ahora han debido decirse que para
qué, si con tanta Logse, LOE, Televisión Española y 59 Segundos, que la
reflexión no da para más, ya a la peña se le puede decir que los burros
vuelan, todo está en que se diga muy serio y muy solemne. Así nos han
hecho tragar ese cuento para descerebrados que es la negociación con
ETA, y aquí estamos. Lo último ha sido de la Vice. Resulta que han
aprobado una ley de divorcio que es como los mensajes de Windows
("¿Desea divorciarse? Sí/No?"), pero en más fácil, y a los seis meses de
la ley, hala, un 21 por ciento más de rupturas. Se le pregunta a doña
María Teresa si ve aquí alguna relación, causalidad y eso, y pone cara
de madre superiora a la que le preguntan por los artículos de Victoria’s
Secret: nada que ver. Miren, eso es una cosa muy íntima, y si los
españoles quieren divorciarse, qué tendrá que ver la ley.


¿Y
yo que preferiría que me dijeran que a ellos, plin, pero sin necesidad
de que me tomaran por imbécil? La legislación siempre, pero siempre,
genera incentivos. Y el hombre no mueve un párpado sin hacer antes un
análisis coste-beneficio, sin que sea necesario que uno u otro sean
económicos. Allá por la presidencia de Johnson, el Gobierno de allá creó
un paquete de ayudas para las muy minoritarias madres solteras de los
barrios deprimidos. ¿Consecuencia? El ochenta por ciento de los negros
del Bronx nacen sin padre ahora. ¿Para qué aguantar un marido si el
Estado se presta a serlo, un marido que, además, nunca va a abandonarte?
Se llama la ley de las consecuencias no pretendidas, y funciona como un
reloj. Y otro día hablaremos del Efecto Llamada, que se las trae
también.



Mitos de origen

El nacionalismo, la penúltima idolatría, necesita los mitos.
Me
parto. Ahora resulta que los británicos no descienden, en sus tres
cuartas partes, ni de anglos, ni de sajones, ni de britanos, sino de
vascos. La Genética de Poblaciones está dando muchas sorpresas y tirando
por tierra muchos de los mitos de origen que todos tuvimos que aprender
en el colegio y aun en la Universidad. Los estudios del ADN
mitocondrial revelan, para empezar, que las poblaciones son
relativamente estables, que las migraciones e invasiones que tanta
huella han dejado en la cultura, el idioma y la identidad prestada
fueron minoritarias, que lejos de desplazar a la población autóctona,
los conquistadores se diluyeron en ella, constituyendo una casta
dirigente en el mejor de los casos. Y que, en el caso británico, los
ancestros de los actuales ingleses estaban, en sus tres cuartas partes,
ya en las islas hacia el final de la última glaciación, allá por el
Paleolítico. Y habrían llegado de la Península Ibérica. Ahora le veo más
sentido a que la Ikurriña sea un plagio descarado y consciente de la
Union Jack.


Los nacionalismos son una forma de idolatría con
algo de chiste de humor negro y mucho de racismo bienoliente, del que no
dispara las alarmas políticamente correctas. Y ninguno como el vasco en
este sentido. Con poquísimos mimbres, un solo hombre, beatorro,
estrecho y furibundamente racista, inventó un pasado, una bandera, el
nombre de un país y hasta un santoral. Desde entonces, todo el prurito
de los antropólogos de partido (PNV) parece no tanto descubrir el origen
de este pueblo como negar que se pueda conocer algún día. Se nutren del
misterio, de un legendario aislamiento eterno e imposible, para que no
se les caiga el tenderete y sigan pisando alfombra los caciques de
aldea. Y ahora, horror, vienen los científicos dispuestos a estropearnos
el juguete, decirnos que los Reyes Magos son los padres y que para
conocer vascos de casi pura cepa, nada como ir a Westminster.



No hay derecha

Una de las pruebas de que la manida
división política de derechas e izquierdas es poco más que una trampa
léxica es que, mientras la izquierda existe y se la puede definir grosso
modo, apuntando algunas características comunes a todas sus ‘tribus’,
la derecha, como Dios, sólo puede definirse por lo que no es. La
izquierda se mueve al unísono; uno puede calcular de antemano cómo
reaccionará la izquierda ante un hecho nuevo, y desde, digamos, la
protesta incendiaria de los comunistas enragés hasta las moderadas
reservas de los socialdemócratas, todas sus respuestas seguirán una
línea, una tendencia. A veces, casi sería más propio denominarlo
directamente una consigna.


La derecha, en cambio, sólo
existe en el sentido de que así llama la izquierda a todo lo que no
reconoce como propio, pero desafío a que se me cite un sólo punto
ideológico común a todas ‘las derechas’. ¿Cómo puede agruparse bajo un
mismo nombre a quienes creen que el Estado debe serlo prácticamente todo
-como el fascismo histórico- y quienes defienden que no debería ser
prácticamente nada -los libertarios-? ¿Qué tienen en común un ‘neocon’
yanqui permanente envuelto en la bandera de las barras y estrellas,
deseoso de que Estados Unidos invada Siria e Iraq e intervenga aquí y
allá, aun a costa de que el sector público explote, y un libertario del
núcleo duro, para quien el Estado es siempre lo peor, o un ‘paleocon’
que ve la raíz de todos los males de América en su manía de meterse
donde no le llaman?


¿Qué, entre un ‘teocón’ de la derecha religiosa con un objetivista rabiosamente ateo?


La
izquierda ha seguido el consejo de Gramsci y domina el discurso
cultural, pero no admite apenas disenso o diálogo en sus filas. Lo otro,
lo de fuera, no es ‘derecha’, no es un bloque ideológico: es el reino
de la libertad política y de pensamiento.



Ley y libertad

La razón más mezquina e ineficaz de
oponerse a la Ley Antitabaco es que uno mismo fuma, y por eso he
esperado a dejar de fumar para escribir esta columna. Del mismo modo, la
razón más tristemente habitual para favorecerla es que uno no fuma. Y
así esta ley se acepta sin apenas protestas porque los primeros son
menos que los segundos y porque se ha perdido el gusto por la libertad.
Oponerse a la ley porque se fuma no es amar la libertad; es amar el
vicio. Y otro tanto puede decirse de oponerse a la ley por la razón
contraria. En mi opinión, quienes se oponen parten de tres premisas
falsas.


En primer lugar, que una usurpación de la autonomía
personal de este tipo sólo afecta a la materia en cuestión, el tabaco, y
no supone un precendente para que el Estado disponga más y más
regulaciones sobre nuestra vida personal; es decir, que como a mí no me
afecta e incluso me favorece, bendita sea, olvidando que el poder puede
usar el mismo principio para atacar mañana algo que hacemos y
disfrutamos libremente los no fumadores. Ya saben: "Primero vinieron por
los comunistas..."


En segundo lugar, que la ley, el poder
político coercitivo, es el único criterio regulador de la conducta
social. Esto es especialmente peligroso. En todas las épocas en las que
el poder estatal ha sido mucho más limitado -en todas las épocas salvo
en el último siglo, en fin-, esa carencia no ha significado que
cualquiera pudiera hacer de su capa un sayo en todo lo no legislado. La
sociedad tenía muchos otros medios de presión para favorecer las
conductas consideradas idóneas para el común, medios muchas veces más
eficaces que la sombra de la ley y ante las que el propio Estado era
impotente. Un gobernante no puede prohibir a unos vecinos retirarle el
saludo al miembro incivil de la comunidad, ni puede forzar a una chica a
reconciliarse con su novio calavera o, hasta hace poco, a un padre a
desheredar a un mal hijo. Cuando el Estado entra cada vez más en asuntos
que siempre se han considerado demasiado íntimos y sutiles para
confiarlos al poder político, lo que se consigue es convertir a los
ciudadanos en niños irresponsables que parten de la idea de que todo lo
que no está prohibido está permitido, y que también lo está si, estando
prohibido por la ley, es improbable que a uno le cojan.


En
tercer lugar, que todo lo que se considera nocivo para el individuo a
juicio de nuestras élites puede eliminarse por la mera aprobación de una
ley; es decir, que el Estado puede forzarnos coercitivamente a ser
justos y benéficos, como rezaba la Constitución de Cádiz. Esta última
razón es la que más se está extendiendo y también la más peligrosa. No
nos hace falta leer Un mundo feliz, de Aldous Huxley, porque todos los
que nacimos en el siglo pasado hemos podido ver las consecuencias
desastrosas de querer imponer el paraíso a punta de fusil.



¿Quién ha votado a Kofi Annan?

En su comparecencia en el Congreso,
el presidente Rodríguez Zapatero ha aprovechado el anuncio del envío de
tropas al Líbano y el apoyo del Partido Popular a esta medida para
marcar distancias. Él, ha dicho, es un niño bueno y sólo manda tropas
con claveles en la boca del fusil y bajo los auspicios de esos
supercicutas que son los de Naciones


Unidas, no como Aznar
el Sanguinario, lacayo de Washington. El líder de la Oposición, pero
menos, le ha contestado que eso será ahora, que en Kosovo bien que
mandaron tropas con la OTAN, y a la ONU que le fueran dando, y lo mismo
en la primera guerra del Golfo. Muy bueno lo suyo, don Mariano.


Pero
me parece que alguien ahí ha perdido una ocasión de oro para preguntar
qué es eso de la ONU, qué legitimidad tiene y cuándo, en esta era
genuflexa ante la Santísima Democracia, hemos votado a Kofi Anan, que
ahora no lo recuerdo.


La ONU es una de esas instituciones
que es como de mal gusto discutir; damos por hecho que constituye un
benévolo supraestado, algo así como lo que fue el emperador del Sacro
Imperio en la Baja Edad Media, y que representa a la comunidad
internacional. Ya es hora de decir que esta es una ficción absurda,
falaz y cada vez más peligrosa. La verdadera ONU es una monstruosa
burocracia multinacional, inoperante hasta el chiste, corrupta hasta lo
escandaloso y despilfarradora hasta lo prohibitivo. No puede ser de otra
manera: están demasiado lejos de sus supuestos representados, para
empezar, y, para acabar, es ridículo equiparar la representatividad de
gobiernos elegidos por el pueblo con dictaduras terribles y tiranías
descaradas. Un organismo donde el Irak de Sadam, la Cuba de Fidel y la
Libia de Gadafi han sido miembros del comité de Derechos Humanos sólo
puede ser un mal chiste, no un augusto senado ante el que debamos
inclinar la cabeza y rendir el juicio.



No podemos conducir por ti

Nos salva la vida cada día, cuando no es por la paz alcanzada con ETA es con el carnet por puntos. Le debemos la vida.

De
la farsa del llamado proceso de paz ya hemos hablado hasta la saciedad.
Del carnet por puntos hablan ellos, que no hay día que no nos saquen
alguna estadística con el número de no muertos, salvados por la
providencial coerción de este gobierno y su paternal amenaza de dejarnos
compuestos y sin coche. Uno no quiere quitarles la ilusión y
recordarles que, con la que hay montada de controles y avisos, como para
no conducir pisando huevos, y que cuando pasa la novedad, como ha sido
el caso en Italia, la gente se relaja y las cosas vuelven por donde
solían. No, la verdad es que no tengo la menor idea si es o no eficaz
medida tan coactiva. Es posible que reduzca el número de muertos aunque,
si es ese el objetivo último, el sumo bien, no hay duda que los
accidentes se reducirían drásticamente si nos prohibieran coger el
coche. De hecho, lo del carné por puntos no me indigna tanto como la
campaña de Tráfico con que se acompaña, que concluye con un "no podemos
conducir por ti" que, francamente, me pone los pelos de punta. Como la
muerte de Dios ha dejado un hueco muy gordo, el Estado se ha precipitado
a llenarlo, creando así una implícita religión nacional en la que
nuestros gobernantes cumplen el papel de padres colectivos, omniscientes
y todopoderosos. Al "no podemos conducir por ti" se le sobreentiende la
coda "pero ya nos gustaría". Se han apropiado a medias de nuestros
pulmones con la Ley Antitabaco, que va a hacer de nosotros unos
cadáveres sanísimos, y ahora se lamentan de que, por ahora y en tanto la
técnica no lo permita, no se pueden quedar con las llaves del coche. Lo
malo es que no podemos gobernar por ellos…



Vacaciones

Comenta mi amiga Ana que el estado
natural del hombre es el de vacaciones, y hace tiempo que no oía algo
tan cierto. Y no es un comentario desesperado, del que tiene ya la
cabeza en la playa o la montaña, porque lo más genuino del ser humano se
revela en la libertad, y el otro nombre de las vacaciones es,
precisamente, ‘tiempo libre’.


Por contenta que esté con su
trabajo, por libremente que lo haya elegido, la persona no se revela en
el trabajo, el trabajo no transmite lo más íntimo y característico. En
el trabajo se hace lo que se debe, no lo que se quiere. No se eligen,
normalmente, ni las tareas, ni los horarios; ni la gente con quien hay
que tratar. Uno puede ser vocacionalmente vago y trabajar como Stajanov
por miedo al despido; se puede ser un misántropo nato y pasarse el día
repartiendo sonrisas, encantador, por la necesidad de llevarse un
contrato o no peder a un cliente.


Pero las vacaciones son el
tiempo de la libertad, y su esencia está en eso, no tiene nada que ver
con lo que se haga. Si uno ve a alguien en una cuadrilla, con un mono,
pintando una pared, no imaginará que está ahí con la brocha en un súbito
impulso de deseo, sólo que se gana la vida. Si luego ve a otro en
idéntica postura, pintando la pared de SU casa, la actividad del uno y
el otro es la misma, pero, en un sentido profundo, tan diferente como si
perteneciesen a mundos distintos. O, por citar un corpus vile,
yo mismo no estoy escribiendo esta columna exactamente con el mismo
espíritu con el que podría ponerme a escribir a mi aire debajo de una
sombrilla dentro de escasos días.


La libertad nos revela,
dice quiénes somos realmente, qué nos importa, qué nos interesa. Por eso
las vacaciones no son un tiempo sobrante, tiempo, como dicen los que
nos quieren máquinas, para ‘recuperar fuerzas’, para ‘cargar las pilas’
(odio especialmente esa metáfora mecánica). Son su tiempo,
verdaderamente suyo.



Israel

Si yo fuera israelí, el dato que me
quitaría el sueño no sería el de los nuevos misiles de largo alcance
que está usando Hizbolá para bombardear Galilea desde el sur del Líbano,
ni los secuestros de soldados presuntamente perpetrados por Hamas; ni
siquiera el propio hecho de que Hamas, un ‘grupo armado’ cuyo principal
punto programático es borrar del mapa al Estado de Israel, esté
gobernando -es un decir- Gaza y Cisjordania. No, lo que me dejaría sin
dormir por las noches es un dato del que se habla menos, pero que tendrá
un impacto mucho mayor a la larga: la mediana de edad de los palestinos
es 15,8 años. En la guerra de desgaste que mantienen los árabes contra
Israel, ésta la cifra clave.


Israel tiene todo el
romanticismo y todo el dramatismo de una fortaleza asediada. Israel no
vive un estado de crisis; Israel ES un estado de crisis permanente.
Desde el mismo día de su fundación, en 1948, el reducto judío en Oriente
Medio ha vivido cinco grandes guerras con sus vecinos árabes y una
continua, inacabable, guerra soterrada. Ha logrado constituir una
democracia moderna, con prensa libre y una economía avanzada
especialmente fuerte en alta tecnología, pero eso ha coexistido con una
militarización agobiante y una perpetua sensación de asedio que no hace
fácil la vida civil, con un servicio militar intensivo de dos años y
estacional o en reserva durante casi toda la vida, con un presupuesto de
Defensa desproporcionado y recurrentes psicosis de atentados.


Le
deseo a Israel la mejor suerte del mundo, pero las cuentas no salen y
el tiempo corre en su contra. Hay seis millones de israelíes, unos doce
millones de judíos en total; los musulmanes son mil millones. Los
israelíes, más prósperos que los palestinos, tienen menos hijos. Han
tardado nada menos que dos mil años en volver a su tierra, a Eretz
Yisrael , pero no puedo decir que vea con optimismo su futuro.



'Distinguo'

¿Qué les está pasando a las
palabras? Las más inocuas se están tiñendo de una insoportable moralina
con esta teocracia progre que nos desgobierna. Fíjense, por ejemplo, en
la palabra ‘discriminación’. Discriminar no es más que distinguir con
inteligencia; todavía es común en los países sajones leer el slogan ‘for
the discriminating costumer’ ‘para el cliente que sabe distinguir’,
referido a producto de calidad especialmente alta. Pero en tiempos de fe
ciega, pensar es siempre un error.

Uno puede montar una empresa
por mil razones: porque se ha descubierto un nuevo producto o servicio,
por razones vocacionales, por que no se soporta depender de las
veleidades de un jefe... Pero, afortunadamente, la empresa busca siempre
maximizar el beneficio, ofreciendo lo mejor por el precio más bajo.
Quien intente otra fórmula ya puede ir despidiéndose del mercado o tener
unas reservas inagotables para soportar las pérdidas.

Y digo
‘afortunadamente’ porque la consecución del beneficio elimina del
mercado sin necesidad de reglas ni leyes a quienes discriminen
irracionalmente.

Eso hace especialmente idiota la llamada ‘Ley
de Igualdad’. La democracia moderna es un sistema curioso por el que se
reconoce que el pueblo sabe perfectamente lo que quiere al elegir a unos
señores que se pasaran cuatro años diciéndoles que no tienen ni idea de
lo que quieren y que, por lo tanto, hay que imponerles lo que es mejor
para ellos. Miran las tablas, ven que, por ejemplo, las mujeres ganan de
media menos que los hombres y no tratan de descubrir por qué. La
respuesta les viene dada por su rígida fe: la discriminación. O, dicho
de otra manera, los empresarios son tan tontos que están dispuestos a
perder dinero negándose a contratar empleados más baratos e igualmente
válidos hasta que su sueldo se iguale al de los varones, y todo por su
prejuicios.



Imperialismo cultural yanqui

Vibra con él medio mundo. Gente de
todas las razas y todos los continentes, desde árabes a latinoamericanos
o polacos, están ahora pegados a la tele, unidos detrás de un balón. Y
ese dato, el Mundial y los millones que convoca el fútbol en todo el
mundo, es la prueba de que uno de los grandes mitos de nuestra era -el
imperialismo cultural yanqui- es eso: un mito.

Los progres
llevan tiempo llamando ‘imperio’ a Estados Unidos, sin que les haya
detenido jamás la consideración de que hasta las malhadadas guerras de
Bush han sido más parcos en invasiones que, digamos, Francia, y de que
tienen menos colonias que, pongamos, Inglaterra.

Es odioso,
odioso eso de que el ‘imperialista’ americano se muestre tan tímido para
reivindicar su destino imperial y clavar la Old Glory hasta en el
último rincón.

Europa Occidental, que ha podido mantener durante
tantos años esa estafa piramidal conocido como Estado del Bienestar
gracias a que los odiados yanquis se han ocupado de su defensa,
comprensiblemente aborrece a América, porque las ofensas se perdonan a
veces, pero los favores, jamás. Así que han inventado aquello tan vago
de "imperialismo cultural".

Cosa curiosa, este imperialismo que
no se impone y cuenta con la entusiasta complicidad del invadido. Es,
como suele ser el caso en la izquierda divina, un poco sutil insulto a
la inteligencia del común, demasiado idiota para darse cuenta de que en
realidad no le gustan las hamburguesas ni la cocacola.

Pero
dejemos eso y hablemos de fútbol. Pues bien, el mundo vibra con el
fútbol y en los States no saben ni cómo se juega. Es un juego de niñas
allí. Pero no parece probable, ¿verdad?, que los hinchas españoles vayan
a pedir en breve que se destine el Bernabeu o el Camp Nou al fútbol
americano, ni que Casillas vaya a cambiar la portería por un bate de
base-ball.

Más que culturalmente invasor, EEUU es un alegre
invadido, contento de convertir en comida nacional un plato alemán
(hamburguesa) y otro italiano (pizza)



Y ahora, la publicidad

La publicidad es, en mi opinión, el
arte más completo y significativo de nuestro siglo, y si no se le
reconoce así es porque en esto, como en todo, hay mucha inercia. El
mejor arte ha sido siempre comercial, y ha puesto todos los recursos al
alcance del artista para expresar lo que desea y para complacer a su
público. Goya pintaba reyes porque le pagaban reyes y Cervantes no
escribió el Quijote para complacer a la crítica u obtener una subvención
de un inexistente Ministerio de Cultura, sino para vender libros. Sus
sucesores en esto son los creativos publicitarios, que consiguen la no
pequeña hazaña de contar historias, manipular emociones y vender un
producto combinando música e imágenes en un spot de veinte segundos. Los
resultados son muchas veces verdaderas obras de arte que sólo el
esnobismo cultural nos impide reconocer como tales.

Pero además,
la publicidad es el arte de nuestra época porque la define bien. Es
efímero, acorde con la capacidad de atención del público actual. Pero
aún más representativo de los tiempos que corren es la enorme, salvaje
desproporción de lo que se dice y cómo se dice con respecto al objeto
del que se habla. Un cartel frente al que paso cada día tiene por
eslogan "mi yo misterioso"; y el misterio del yo, de un alma inmortal
que atesora vivencias felices y aterradoras, conmovedoras experiencias,
crisis existenciales, reflexiones y fe... es un helado.

En ese
sentido, la publicidad es un reflejo exagerado pero no infiel de nuestra
época, en la que los mensajes son siempre urgentes y de la máxima
importancia, en la que todas las bodas son bodas del año y todas las
muertes, pérdidas irreparables (que se olvidan en una semana) y en la
que se nos vende como paradigma de la felicidad vaciedades bien
envueltas para regalo.



Lo 'social'

En una obra de teatro representada
en la República de Weimar, el protagonista -y no Goebbels, como se suele
citar- dice en un momento: "Cuando oigo la palabra ‘cultura’, echo mano
a mi revolver". Yo, cuando oigo la palabra ‘social’, echo mano a la
cartera.

Si las palabras montaran una olimpiada para ver cuál de
ellas está más tergiversada en nuestra época, la competición sería muy
reñida, pero tengo claro que ‘social’ estaría en el podio. De cada diez
veces que la oiga, nueve -y me quedo corto- podría sustituirla por
‘político’ y la expresión ganaría en claridad y justeza.

‘Social’
es lo que hace referencia a la sociedad, es decir, a las relaciones
libres de la gente, a lo opuesto a lo preordenado desde el poder. Social
es que usted venda y compre, que trabaje, que críe y eduque a sus
hijos, que se asocie con quien le plazca.

Pero en boca de un
político, ‘social’ jamás se refiere a que la sociedad actúe y decida
libremente y se las apañe como quiera, sino todo lo contrario: que los
paternalistas gobernantes impongan a la sociedad la conducta que desean y
que los muy díscolos, dejados a su arbitrio, no aplican.



Socialismo de todos los partidos

Corre por ahí una curiosa leyenda
urbana, según la cual la Caída del Muro (no hace falta decir qué muro,
¿verdad?) ha desacreditado el socialismo. Más divertida aún es la
versión según la cual vivimos bajo un régimen neoliberal y un
pensamiento único capitalista.

La verdad de verdad, la verdad
tangible y de todos los días, es que el socialismo avanza que es una
barbaridad, no importa si el gobierno es nominalmente de derechas o de
izquierdas. El socialismo -que no es otra cosa que organizar la vida
desde las élites- es el poder por defecto, es lo que hace el gobernante
cuando puede. El problema es que muchas veces no puede. Lo que se vio
tras la debacle del comunismo es que, si nacionalizas todo de golpe y
eliminas la libertad de mercado, la economía no funciona. Sí, queda el
gobierno como único administrador, pero lo que administra es la pobreza.
Dicho de otra manera: has matado la vaca y ya no hay leche que
repartir.

Pero a la fuerza ahorcan, y el socialismo -repito: de
todos los partidos- se ha hecho más sutil. No mata la vaca, la ordeña
hasta dejarla seca; hay libertad de empresa, pero la economía está tan
regulada y, sobre todo, gravada, que el Gobierno controla los frutos
como Stalin sin molestarse en los procesos.



Exhibicionismo sentimental

Para un número cada vez mayor, los
famosos -esas personas cuya vida y milagros registran revistas y
programas de televisión sin razón aparente- se han convertido en
parientes ficticios, en una familia alternativa de la que con frecuencia
se sabe más que de la propia. Son como esos ‘amigos imaginarios’ que
tienen muchos hijos únicos, como el ‘pukka’ de James Stewart en Mi amigo
Harvey. Los amantes del famoseo les aman, les odian, se siente
decepcionados o ilusionados por ellos.

Pero es la muerte del
famoso lo que desata una oleada de emociones, muchas veces tardías y
siempre desbocadas, salidas de madre; escenas de dolor y veneración
cuasi religiosa en personas que nada tenían que ver con el muerto, que
no le conocieron personalmente, de cuya vida el famoso nunca supo. Y me
invade la sospecha de que hay en el fenómeno buena parte de
exhibicionismo sentimental.



El escondite inglés

No me he asomado -no me atrevo- a
los libros de Historia de mis hijos, pero cuando yo iba al cole lo que
se llevaba, dentro de una impecable historiografía marxista, era lo que
no se me ocurre otro modo de llamar que Escuela Lenta. Supongo que como
reacción pendular a esa otra historia hecha sólo de sucesos puntuales,
en la que unos romanos de impolutas togas veína de repente llegar una
cabalgata furiosa de bárbaros a la ciudad como caídos del cielo poniendo
fin a la Antigüedad, en la Historia que yo estudié todo eran procesos
que avanzaban con la imperceptible lentitud de un glaciar. Para tener
alguna influencia en la marcha de la Humanidad, los personajes
históricos tenían que avanzar como jugando al escondite inglés: se
movían, sí, pero no se les podía ver haciéndolo.

Quizá por eso me
ha cogido por sopresa la verdad, a saber: en una sola generación puede
cambiar todo. No hablo de variación; hablo de poner negro lo que era
blanco, juzgar malo lo que era bueno, poner, en fin, el mundo al revés.
La España de nuestros padres era abrumadoramente católica, en lo oficial
y en lo privado, de palabra y de práctica; tenían tantos hijos de media
los matrimonios que para ser familia numerosa había que tener una
pequeña tribu. Sus hijos han cerrado el grifo y se han paganizado casi
por completo. Y como España, Europa. Quién nos ha visto y quién nos ve.

Lo
último ha sido la aparición en Holanda de un partido que quiere
legalizar la pedofilia. Sí, ya sé que suena repugnante y criminal, pero
espere usted los discursos satinados, el goteo en prensa de noticias
favorables a la cosa, las películas con conmovedoras historias de amor
intergeneracional, las series de televisión, la demonización de la
Iglesia (que acabará quedándose sola; al tiempo...). Así nos han vendido
todo lo que nos chirriaba hace unas décadas y hoy encontramos normal y
aceptable.

miércoles, agosto 30, 2006




Al trantrán (Carta del diablo)

Apreciado Isacarón:

¡No me
lo asustes! Te veo moviendo Roma con Santiago para poner ante tu pupilo
tentaciones que le lleven a pecar a lo grande. ¿Todavía estamos con
ésas?

Veo que no has aprendido nada. Igual que preferimos el
atolondramiento irreflexivo del que nunca se para a pensar en lo
importante a los más sólidos argumentos ateos –que eso de pensar es un
vicio nefasto y no se sabe adónde puede llevar-, nos conviene más que
lleguen a nosotros cargados de tibieza antes que de grandes crímenes. No
olvides, por lo demás, que la gracia de nuestro arte es atraerles hacia
nosotros a cambio de... nada. No hay nada que podamos ofrecerles,
realmente, pero esa nada debe estar cuidadosamente envuelta en misterio y
atractivo.

Un gran pecado puede poner en marcha el mecanismo
aherrumbrado de su conciencia y llevar al arrepentimiento y la
reconciliación con el Enemigo. No queremos más Saulos de Tarso ni
Magdalenas, gracias.

No: déjale en esa modorra moral, que avance
al trantrán hacia nosotros, sin sustos ni alarmas. Que su ira no le
lleve al asesinato, sino a hacer la vida imposible a su familia; que su
envidia no consista en planificar la destrucción de sus colegas, sino en
ponerles verdes; que su pereza no lleve a que le despidan –puedes
incluso hacerle laborioso de 9 a 6 entre semana-, sino a ser negligente
en el amor a los demás y, sobre todo, a descuidar su alma; que su
soberbia no le haga ambicionar los tronos y potestades, sino que le
llene de la vanidad ridícula e inconsciente que llaman amor propio; que
su lujuria no se concrete en orgías, sino que adopte, en lo posible, el
lenguaje del amor o, más divertido, de ‘sana libertad sexual’.

No somos quisquillosos, y aceptamos que nuestros clientes lleguen ‘a casa’ al volante de un Lamborghini; pero la gracia está en verles llegar en un Panda.

Asmodeo

domingo, mayo 28, 2006




Puro teatro

Dicen que Bela Lugosi, el Drácula del
cine mudo, acabó sus días durmiendo en un ataúd y paseándose por la
noche con capas de atrezzo en busca de blancos cuellos que morder. Y es
sabido que Johny Weissmuller, después de interpretar a Tarzán en
docenas de películas, vino a creerse el mono blanco, provocando amagos
de infartos con su célebre grito, hablando con infinitivos y
respondiendo con un ankawa multiusos a cada pregunta.

Un actor es
un tipo que lee frases ajenas como si fueran propias, que cuando le
dicen llora, llora, y cuando le dicen ríe, ríe. Lo hacen de media mejor
que el resto del personal, y por eso son actores. Hasta ahí, tienen de
intelectuales lo que la ministra Carmen Calvo, por usar un ejemplo
eximio. Pero debe ser traumático ser tanta gente interesante durante
cada función o toma y, bajado el telón, volver a ser un tipo normal.

Desde el otro lado pasa lo mismo. Uno ve cada semana El Ala Oeste de la Casa Blanca y
se encuentra luego a Martin Sheen y es difícil quitarse de la cabeza
que se ha topado uno con el presidente de los Estados Unidos. Y si uno
ve a Jordi Rebellón -Doctor Vilches en Hospital Central- en la
parada del metro, la tentación de comentarle ese dolor en la espalda que
nos da por las mañanas debe ser muy fuerte. Eso explica que un grupode
cómicas hagan ofrendas florales a favor de negociar con los terroristas
de ETA y a nadie le extrañe y sea noticia.

En principio, un grupo
de actores o actrices metidos en política no es más ni menos congruente
que un colectivo de veterinarios opinando sobre la escasez de viviendas
o una asociación de tapizadores manifestándose contra la política de
empleo. Pero funciona la transferencia de la que hablaba antes, y que
hace que los veamos, no como las faranduleras que han acabado el
bachillerato y ya, sino como todos sus personajes en uno. Y al final,
¿no hay mucho teatro en esta tregua?

sábado, mayo 27, 2006




Lo que la mentira esconde

Dos caballeros victorianos
discutían durante una velada cuestiones teológicas. Al cabo, la
discusión se fue enardeciendo y uno de los que discutían, ante una
ingeniosa réplica a la que no supo responder, arrojó al otro el
contenido de su vaso de whisky a la cara. Éste, sin perder un ápice de
su flema, repuso: "Eso ha sido una disgresión, caballero: estoy
esperando su argumento".

En estos momentos, si esperamos
argumentos en la vida pública mejor que lo hagamos sentados.
Encontraremos descalificaciones, insultos, lemas, eslóganes, apelaciones
al sentimentalismo o veladas amenazas -disgresiones, en suma-, pero los
argumentos son demasiado complejos, demasiado laboriosos de seguir para
la anquilosada mente del electorado moderno, carne de spot de 20
segundos.

Criticando la política del Gobierno en materia de
inmigración, el pepero Acebes ha hecho una referencia a la seguridad
ciudadana en conexión con el masivo influjo de ilegales. A estas
alturas, todo el mundo, absolutamente todo el mundo, sabe que esa
relación existe, sabe que hay razones de peso para que exista y no
encuentra ningún problema en comentar el problema en el bar, en el taxi o
en la oficina. Sólo hay una condición: nunca, nunca, nunca puede
decirse públicamente. Así, el pintoresco secretario de Movimientos
Sociales y Relaciones con las ONG, Pedro Zerolo, ha calificado de
"despreciables" las palabras de Acebes. Y nos quedamos con eso, cuando
lo interesante sería que el líder gay respondiera al popular con una
ristra de datos y argumentos que demostraran irrefutablemente que Acebes
se equivoca. No lo verán nuestros ojos.

Fe es creer lo que no
vemos, pero los políticos modernos quieren lograr el más difícil todavía
en esta cuestión y hacer de la fe debida al Estado creer en lo
contrario de lo que vemos. ¿A quién vais a creer, a Zapatero o a
vuestros despreciables y engañosos ojos?



Mira cómo lo siento

Es como el chiste. Sí, hombre,
seguro que lo conoce: dos amigos hablando, y uno no para de darle la
vara al otro, que si los de Bilbao hacemos esto, que si los de Bilbao
somos lo otro, que si los de Bilbao tenemos lo de más allá... Al final,
el amigo, ya harto, le recuerda: "Pero qué dices, Paco, si tú has nacido
en Palencia...". A lo que el primero responde: "¡Los de Bilbao nacemos
donde nos da la gana!".

Dí que sí, Paco, que ZP te apoya. En un
país donde las palabras no significan nada -Zapatero pixie-, lo que
cuenta es lo que uno se siente, faltaría más: España es una nación, y
Cataluña, que está técnicamente dentro de España, pues también. Y
espérate que no se les ponga a los del Bierzo entre ceja y ceja... Lo
importante no es lo que es, sino lo que uno siente. ¿Que dos personas se
sienten matrimonio, aunque los dos se llamen Manolo? Pues, hala, que
vayan reservando plaza en Salones Lord Winston, que el Gobierno pone el
oficiante y los papeles. ¿Que dos cónyuges sienten que como que no, que
hoy me he levantado sintiéndome soltero? Pues no te prives, hijo, y te
acostarás divorciado que, como decía De la Vega con esto del divorcio
express, nadie te va a preguntar por qué.

Y el último paso es
que uno pueda cambiar su sexo en el DNI (y a todos los demás efectos
legales, claro) sin necesidad de pasar por el quirófano, con lo
aparatoso que es eso. Vamos, que Manolo se puede convertir en Lola sin
tomarse la molestia de afeitarse el bigote. Y así es como los
socialistas anulan los peores efectos de una ley estúpida con otra
todavía más estúpida. ¿Que eres varón y no puedes acceder a un puesto en
el consejo de tu empresa porque hay que cumplir la cuota femenina?
Fácil: vas al registro y dices que, desde hoy, en vez de Manolo eres
Lola. ¿No eres lo bastante bueno para lograr el oro en una disciplina
olímpica, pero estás ahí, ahí? Pues lo mismo.

miércoles, mayo 10, 2006




Europa ama a Laura...

Qué gracioso, el vídeo. Imagino que
lo conocen, porque en sólo tres días se lo han bajado de Internet medio
millón de personas. Es una parodia musical de un grupo de lo más
rancio, de lo peor de los años sesenta, con una ridícula cancioncita
titulada Amo a Laura (pero esperaré hasta el matrimonio). Ja, ja, ja, qué bueno lo suyo. No, en serio.

La
verdad es que parodiar la castidad requiere tanto valor como quitarle
el bolso a una centenaria en silla de ruedas y es tan contracultural
como manifestarse contra el nazismo. Vamos, que si Europa y España
quieren a Laura, no están dispuestas a esperar ni cinco minutos.

Echemos
un vistazo a esta alegre civilización. Europa envejece a toda
velocidad. No es que su tasa de natalidad esté por debajo del
coeficiente de sustitución, sino que decrece a un ritmo del que ninguna
civilización se ha recuperado en la historia. Desgraciadamente, el
europeo se aferra como un yonqui a todas las numerosas prestaciones
sociales de un Estado de Bienestar que, ay, depende para su continuidad
de un modelo demográfico diametralmente opuesto, con cada generación
sustancialmente más numerosa que la anterior para alimentar a los
pensionistas. El déficit pretende arreglarlo con un influjo migratorio
como no se había conocido en la historia, una invasión que está
desestabilizando las sociedades europeas y que ya ha hecho arder París.
Mientras, cada año Europa mata a un millón de niños no nacidos y, en
España, la mitad de los matrimonios se deshace. Las niñas de quince años
pueden adquirir con toda comodidad píldoras del día después, no vaya a
ser que les pase como a Laura, y a los niños de seis años se les empieza
a enseñar lo divertida que es la coyunda y el inefable milagro del sexo
anal. ¿No es para partirse?

Quizá la canción pierda su gracia
dentro de unos años, o que ya no tenga ninguna cuando se escuche en los
Emiratos Unidos de Europa. Pero, mientras, jo, qué risa.

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